A la luz de la noche

Nos vemos a las siete y media en el Albatros. ...... 101. —Lo siento. —¿Desde cuándo? —Tenemos que hablar. Cruzamos la calle, buscando refugio en una ...
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A la luz de la noche Dánel Arzamendi Balerdi

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Índice

I. Sólo un susto .............................................................................. 3 II. Cumpleaños feliz ..................................................................... 15 III. En un oscuro sótano ............................................................... 37 IV. No puede ser .......................................................................... 58 V. Un reloj sin agujas .................................................................. 79 VI. El amigo invisible ................................................................ 116 VII. La llama de la traición ........................................................ 148 VIII. Un lirio deshojado ............................................................. 186

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I Sólo un susto

Un manto de nubes oscuras cubría el cielo desde hacía semanas, esperando pacientemente para descargar su furia sobre nosotros. A esas horas de la noche, con los ojos cegados por la luz artificial, resultaba imposible percibirlo. Pero las nubes seguían ahí, amenazando tormenta, cuando llegué jadeando al hospital. Fue extraño no encontrar a ningún conocido. Después de todo, yo había sido uno de los últimos en enterarme del accidente. Fue mi hermano quien logró avisarme unos minutos antes, alertado por el propio Charlie desde la zanja en la que había quedado atrapado. El herido agotó sus últimas fuerzas marcando el número del móvil de Simón mientras esperaba a la ambulancia. Debe de ser reconfortante pensar que alguien acude precisamente a ti en un momento así, aunque en este caso habría resultado inconcebible una petición de auxilio dirigida a cualquier otra persona. Charlie y él eran los mejores amigos que nunca habían existido. Se hicieron inseparables desde la infancia, antes de la muerte de mis padres, cuando yo apenas

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había comenzado a caminar. A pesar de todas las discusiones que habían mantenido a lo largo de su vida, parecía que ninguna circunstancia sería capaz de quebrar aquella férrea amistad. Me dirigí al mostrador de urgencias, con la esperanza de obtener alguna información sobre el estado del herido. Una enfermera cuarentona departía animadamente con un joven y atlético celador, inmune a mi gesto de impaciencia. La forma en que lo miraba denotaba un interés que iba más allá del contenido de la propia conversación, lo que no consiguió amilanarme a la hora de carraspear con intención de hacer patente mi presencia. La mujer se giró, entre el enfado y la desgana, para preguntarme qué cuernos corría tanta prisa. — Quería preguntar por Carlos Muñoz. —¿Es usted familiar? —No, soy un amigo. —Sólo puedo dar información a la familia. Aquella señora parecía no entender lo absurdo de su postura, teniendo en cuenta que si le hubiera dicho inicialmente que yo era su hermano, aun sin serlo, me habría dado todo tipo de detalles sobre

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su estado, sin pedirme ningún documento que acreditase nuestro parentesco. Aun así, no me di por vencido. —Pero si sólo quiero saber cómo está… —¡Que no le puedo dar información! —Al menos podría confirmarme si está ingresado aquí, por favor. —¿Quiere que llame a seguridad? Llegué a la conclusión de que aquella conversación no llevaba a ninguna parte, y tampoco me convenía sufrir un encontronazo con la ley unas pocas semanas antes de licenciarme en la Facultad de Derecho. Lo cierto es que, últimamente, el personal sanitario se mostraba justificadamente susceptible con los enfermos o acompañantes díscolos, aunque en ocasiones esa prevención llevara a confundir la moderada indignación de algún usuario con la amenaza inminente de un sangriento motín. Me dirigí a la atestada sala de espera, ese lugar en el que la palabra paciente adquiere todo su significado. Era una estancia amplia, embaldosada hasta el techo y sin ventanas, lo que amplificaba el hedor a humanidad que se percibía incluso antes de entrar. La gélida iluminación fluorescente otorgaba a la sala un cierto aire de

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laboratorio abandonado. En una pared colgaba un gran corcho con avisos del sindicato médico. A su lado, una malhumorada enfermera con cofia nos observaba desde su descolorida fotografía, invitando a los presentes a no levantar la voz, con el dedo índice apoyado sobre sus labios. Al fondo, un hombre desesperado agitaba violentamente una máquina dispensadora, intentando hacer caer un grasiento sándwich que se había atascado en la espiral. Entre los asientos, una desganada señora de la limpieza pasaba la fregona sobre el terrazo, obligando a los congregados a levantar las piernas a su paso. Contra todo pronóstico, logré encontrar una silla vacía, todo un tesoro cuando se prevé sufrir varias horas de letárgica espera. A mi izquierda se sentaba un hombre mayor, de cuerpo huesudo y pelo canoso, que tosía insistentemente sobre su pañuelo, mientras la que parecía ser su mujer le pasaba el brazo por la espalda. Al otro lado, una joven cubierta con un pañuelo azul, intentaba tranquilizar a un inquieto niño de tres o cuatro años. El crío tenía un enmarañado pelo negro, y unas legañas que parecían croquetas. Me miró fijamente a los ojos, con ese descaro inocente que se pierde al llegar a la adolescencia, mientras se limpiaba con la manga unos mocos que le llegaban al labio superior. Yo le respondí con una abierta sonrisa, que fue inmediatamente correspondida por su madre. En ese momento, un hombre fuerte y moreno que hasta ese momento se

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había atrincherado cerca del mostrador, se acercó decididamente con cara de pocos amigos, levantando al niño sobre un brazo mientras con la otra mano se llevaba a la mujer de un tirón. Aunque mi prudencia me obligó a agachar la cabeza, seguí sus pasos con la mirada hasta la puerta de la sala, donde pude ver casualmente a Charlie saliendo de la zona de consultas. Su aspecto era llamativamente saludable, sin heridas ni hinchazones, sin escayolas ni vendajes. Me abalancé sobre él, mientras por dentro daba gracias a Dios por haber atendido mis plegarias de camino al hospital. —¿Cómo te encuentras? —Bastante bien. El médico me ha dicho que no tengo nada importante. —¡Vaya susto nos has dado! —¿Sabes dónde está Simón? —Viene de camino. Me dijo que pasaría por casa de Ana para recogerla. En ese momento apareció mi novia cruzando la puerta principal, seguida a pocos pasos por mi hermano, cuyo gesto traslucía la

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angustia vivida durante las últimas horas. Los dos viejos amigos se fundieron en un abrazo interminable, obviando el posible dolor que pudiera causar en el herido, mientras Ana me daba un discreto beso con semblante preocupado. —Hola, cariño. ¿Llevas mucho tiempo esperando? —¡Qué va! He llegado hace una media hora. No me han querido decir nada, aunque parece que todo ha ido bien. Míralo. Hace un par de horas estaba volcado en una cuneta, y ahora ahí lo tienes, tan contento. Charlie, que había escuchado mi cometario, se separó de Simón y se encaró conmigo, en silencio, con una sobreactuada mirada de reproche. El alma gemela de mi hermano era un tipo temible, criado en las calles, aficionado a las peleas y a los negocios turbios. El cariño por Simón era lo único que nos unía y probablemente, en aquella ocasión, el único motivo por el que todavía no había dado con mis huesos en el suelo. Afortunadamente, Charlie decidió que yo no era un objetivo digno de él. Su rostro me dedicó una mueca despectiva cargada de paternalismo, y se volvió hacia su socio: —Simón, créeme: no ha sido un accidente. —¿Pero qué dices?

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—Que no ha sido un accidente. Soy mecánico y sé de lo que hablo: me han manipulado los frenos. —¡No seas paranoico! —Creo que han sido aquellos tíos del Este, a los que les arreglamos la furgoneta. Llevan más de un mes amenazándome por teléfono porque se les ha vuelto a encender el piloto de avería. Te lo juro: ¡han sido ellos! Ana y yo seguíamos la conversación guardando un prudente silencio, en un intento por mostrar un interés que acreditase suficientemente nuestra preocupación, pero manteniendo la distancia imprescindible para no parecer unos entrometidos. Ella había sido concienzudamente educada para convertirse en la prototípica niña modosita de buena familia, y aquellas trifulcas de extrarradio conseguían poner sus nervios a flor de piel. De hecho, hasta que me conoció a mí, y conmigo a los reyes de la bujía, siempre había estado convencida de que este tipo de gente no podía existir en el mundo real. —Bueno, Íñigo: quizás deberíamos irnos. —Vale. Cuídate, Charlie.

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De camino al coche, ambos nos percatamos de que aún no habíamos cenado nada, un olvido habitual en situaciones de tensión. Decidimos acercarnos a un restaurante chino situado a unas pocas manzanas, donde fuimos recibidos por la presunta dueña del establecimiento, sonriente como de costumbre. Nos condujo a un sombrío comedor adornado con los ingredientes característicos en este tipo de locales: decenas de lámparas con forma de dragón, un gran acuario repleto de peces exóticos, y algún cuadro retroiluminado con cascadas en movimiento. Ana se volvía loca con la comida oriental, y yo disimulaba mis reparos pidiendo siempre lo mismo: arroz tres delicias, tallarines con verduras y pan chino. Por su parte, ella solía elegir platos diferentes en cada ocasión, insistiéndome para que los probara. Mi recurso más socorrido era alabar desmesuradamente la calidad de mi menú, objetando que si lo mezclaba con otros sabores podría arruinar aquel instante mágico. —Me preocupa tu hermano y el asunto ese de los kosovares. Después de todo, el taller es de los dos, y si han ido a por Charlie, también podrían ir a por Simón. —No me creo una palabra de lo que ha contado. Seguro que iba con una copa de más y se ha dormido al volante.

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—Lo dudo. Mientras íbamos al hospital, Simón me ha dicho que se ha salido de la carretera justo delante del taller. ¿Cómo se va a dormir nada más arrancar? —¿Yo qué sé? Igual se había metido algo. —Si hubiese tomado alguna sustancia, lo habrían detectado en urgencias. —Olvídate. Estos dos están siempre metidos en líos. Que lo solucionen ellos solos, que para algo son mayorcitos. Después del café, la acompañé en coche hasta su colegio mayor, un imponente edificio de piedra situado en medio del campus. Hace ya años, cuando Ana se matriculó por primera vez en la universidad, sus padres decidieron inscribirla en una residencia conocida por sus estrictos horarios y costumbres, pese a que la familia disponía de una espectacular mansión en la ciudad. Nunca había sido una alumna especialmente brillante, y su tendencia a la dispersión parecía aconsejar su reclusión en un entorno propicio para el ritmo de trabajo que exigía la facultad. Allí convivía con un centenar de compañeras, en un ambiente que solía resultar un tanto asfixiante para las estudiantes de los últimos cursos.

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Cuando se construyó, hace apenas unas décadas, el arquitecto diseñó la fachada imitando intencionadamente un estilo antiguo, casi rústico, probablemente para aparentar una solera de la que la institución carecía por completo. Cerraban las puertas a las once, así que no era raro llegar al recinto con el coche humeando, después de haber corrido un verdadero rally por las calles de la ciudad. Allí nos encontrábamos los de siempre: una legión de estudiantes que vivíamos en pensiones o pisos alquilados, dejando a nuestras novias un segundo antes de la última campanada. —Nos vemos en la biblioteca, mañana a las doce. —Vale. Buenas noches, Íñigo. —Que descanses, Ana. Después de dar varias vueltas a la manzana, logré aparcar mi desvencijado coche cerca de la pensión. Hacía unos minutos que había empezado a llover, y para entonces las aceras se hallaban completamente inundadas. Cogí mis libros del asiento de atrás, y eche a correr tapándome la cabeza con unas carpetas. A medio camino, pisé con mi pie izquierdo una loseta mal colocada, y un chorro de agua y barro salió despedido hacia mi pantorrilla derecha. Por fin logré alcanzar la

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casa, mientras intentaba sacar precipitadamente la llave que abría la verja. Fue tal mi torpeza, que el portafolios que contenía el caso práctico que debía presentar al día siguiente se me cayó de las manos, para acabar sumergido en un oscuro y profundo charco. Finalmente, la carrera no sirvió para nada, y entré en el vestíbulo calado hasta los huesos. Vivía en un destartalado caserón del centro, heredado por un viejo matrimonio sin hijos, que lo había transformado con el tiempo en una pequeña residencia para estudiantes. La señora Carmen era la verdadera jefa del negocio: hacía la comida, limpiaba las habitaciones, administraba los asuntos económicos y ponía orden cuando era necesario. Su marido, el señor Francisco, pasaba los días frente al televisor, hipnotizado con un canal de deportes, y sólo se levantaba de su butaca cuando hacía falta arreglar alguna cosa, situación nada extraordinaria. —Buenas noches, señor Francisco. —Mmmmm. Subí al piso de arriba, donde se encontraban los dormitorios. Aunque sólo éramos siete residentes, nuestras siempre correctas relaciones no se caracterizaban ni por su frecuencia ni por su

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intimidad. Entre todos los estudiantes que habían pasado por la pensión, puede que sólo existiera uno del que pudiera decir que fue amigo mío en sentido estricto. Félix era hijo de una adinerada familia del sur, y su pasión por las artes y la buena vida era inversamente proporcional a su interés por el estudio. Mantuvo engañados a sus padres durante años, afirmando que iba superando con holgura los cursos de la carrera de Medicina, cuando lo cierto es que jamás pasó de primero. Como era de esperar, llegó el día en que la verdad salió a la luz, y nunca volvimos a verlo. Lo cierto es que aún lo echo de menos. Mientras me despojaba de mi ropa empapada, recordé que la señora Carmen acababa de comprarse un nuevo secador de pelo, dejando el antiguo en nuestro baño. Me dirigí al armarito del lavabo para secuestrar aquel viejo armatoste, con el que pretendía arreglar el incidente del portafolios. Pasé más de una hora ventilando en mi habitación, una por una, todas las hojas del trabajo de Derecho Civil. Lamentablemente, no pude evitar que el resultado de todo aquel esfuerzo terminara pareciendo la versión manuscrita de un mapa del tesoro. Decidí que el día había sido lo suficientemente intenso como para darlo por concluido, prometiéndome a mí mismo que la mañana siguiente madrugaría para volver a pasar aquellas páginas a limpio.

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II Cumpleaños feliz

Ya había amanecido. Una cegadora luz anaranjada entraba por la ventana, lo que significaba que aquella mañana no me sobraría el tiempo. Di un salto desde la cama y observé mi despertador en el suelo, volcado, cerca de la puerta. Aunque no recordaba nada, todo parecía indicar que había sonado a las seis de la mañana, tal y como había programado la noche anterior, pero sin ningún éxito. Corrí hacia el lavabo, aunque para entonces ya se había formado una cola considerable. Odiaba salir de casa sin ducharme, pero aquel día no tendría más remedio que asumir las molestas consecuencias de compartir baño con una multitud. Habría que ponerse inmediatamente manos a la obra si no quería jugarme la nota final con un trabajo impresentable. Tardé una media hora en pasar el caso práctico a limpio, todo un record, aunque careciera de la pulcritud que habría logrado de haberme levantado a la hora programada. Me puse lo primero que encontré en el armario. A pesar de la insistencia de Ana, todavía no me había acostumbrado a ordenar mi

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ropa como era debido. El método de aluvión era más rápido, y mi habitación tampoco disponía de espacio suficiente para colocar cada cosa en un lugar accesible y preconcebido. Mi alojamiento era más bien espartano: una cama sin cabezal, un ropero rústico de un solo cuerpo, una mesilla moderna que fingía ser de madera auténtica, una estantería metálica repleta de libros, y un escritorio construido con un tablón y dos caballetes de pino sin barnizar. Los abigarrados dibujos del papel pintado compensaban la sobria desnudez de las paredes. La ventana no tenía cortinas, y del techo colgaba una lámpara clásica, por no decir vieja. Bajé las escaleras como un rayo. Desde el recibidor pude ver a mi patrona poniendo la mesa para el desayuno. —Hasta luego, señora Carmen. —¿No vas a tomar nada? —Tengo prisa. Lo siento. —Pues otro día avisas de víspera, que ya te había puesto el plato para nada. —Hasta luego, señor Francisco. —Mmmmm.

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La señora Carmen era capaz de amargarle la vida a un niño en una feria. Siempre parecía estar enfadada, y nunca sucedía nada que justificase el esbozo de una ligera sonrisa. Perdía el sueño con cada nimiedad que no saliera tal y como ella había previsto, mientras parecía no dar ninguna importancia a las cosas buenas que la vida le había concedido. Cuando comencé a vivir con ellos, el despiadado sentido crítico de la primera juventud me llevó a juzgar con dureza la actitud del señor Francisco, dado su permanente estado de hibernación. Afortunadamente, el paso del tiempo me descubrió que su planteamiento vital no era la simple excrecencia de un espíritu pobre y evasivo, sino la única estrategia posible para sobrevivir en un entorno emocionalmente tóxico. Aquella mujer había vampirizado los escasos recursos de su pobre marido para ser feliz, empujándolo a un estado crónico de catatonia polideportiva. A los pocos segundos de arrancar el coche, mi móvil sonó notificándome la llegada de un mensaje. Aproveché el primer semáforo en rojo para leerlo. Era Charlie, recordándome que teníamos que organizar la fiesta de cumpleaños de Simón. ¡Maldita sea! Lo había olvidado. Afortunadamente, el homenajeado

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desconocía mi imperdonable descuido, así que le llamé como si fuera el más detallista de los hermanos. —¡Felicidades, Simón! —Gracias, hermanito. —¿Qué vas a hacer esta tarde? —Nada. Hay mucho trabajo en el taller, aunque después iré con Charlie a tomar una caña al Albatros. —¿Nos vemos allí a las ocho? —Venga. Quedamos así. —Hasta luego, y pásalo bien. Llegué justo a tiempo para entrar en la clase de Derecho Civil. Como ya había previsto, aquella hora sería impartida por el ayudante del catedrático. Era un ser acomplejado e inseguro, que compensaba su falta de talento con el ejercicio despótico de una autoridad que le había sido delegada. Lo peor es que no solía aportar nada que no estuviera ya en los libros, motivo que justificaba sobradamente el aspecto semidesértico que solían ofrecer sus clases. Muy a mi pesar, ese día no podría ausentarme del aula, pues al final de la exposición recogería unos trabajos definitivos para la nota global del curso.

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Tras de cinco años de esfuerzo constante y silencioso, por fin estaba a punto de culminar una brillante licenciatura. Y a pesar de que aquellas incontables horas de estudio conllevaban unas limitaciones vitales difíciles de asumir para un joven inquieto, me consolaba pensar en lo orgullosos que estarían mis padres viéndome desde el otro barrio. Aunque apenas los recordaba, habría dado cualquier cosa por compartir esos momentos con ellos. A las doce, tal y como habíamos acordado, apareció Ana por la puerta de la biblioteca. Su jadeo evidenciaba que había venido corriendo desde la Facultad de Farmacia. Nos tomamos un café rápido en la máquina, y entramos en la sala de lectura. Era una nave enorme, cuya altura duplicaba la del resto de la construcción. Cientos de estrechas mesas de madera se extendían a ambos lados de un angosto pasillo central, iluminadas con pequeñas lámparas de cristal verde. El escrupuloso silencio que presidía la estancia otorgaba al conjunto una atmósfera religiosa. Una luz casi sólida irrumpía a través de unas estilizadas vidrieras blancas, iluminando el polvo suspendido en el ambiente. El resto de las paredes se hallaba cubierto por interminables estanterías de madera, atestadas de enciclopedias y coleccionables antiguos, pues los ejemplares verdaderamente valiosos se guardaban en el sótano.

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Tal y como exige una inmemorial ley no escrita, que rige en todas las salas de lectura del planeta, los recién llegados nos colocamos en el punto geométrico más distante de los estudiantes presentes. Cualquier otra decisión era considerada habitualmente una impertinencia, e incluso, en determinados supuestos, un descarado intento de ligar. Después de abrir los libros, ella acercó sus labios a mi mejilla y susurró: —Te veo un poco apagado. —Ayer se me cayó el trabajo en un charco, y lo he tenido que pasar a limpio de cualquier manera. Ese cabrón de ayudante me la va a liar… —¿Pero qué dices? Con el expediente que tienes, dentro de unos meses estarás trabajando donde te dé la gana. Hasta tienes nombre de gran jurista... Ya me imagino la placa: Íñigo Cortázar, Notario. Ana solía hacer frecuentemente ese tipo de bromas y comentarios con los que intentaba motivarme en mis estudios. Sin embargo, en ocasiones, aquel trivial desparpajo con el que describía mi brillante futuro podía llegar a sulfurarme, pues demostraba su incapacidad para entender lo que suponía vivir bajo presión. Dependiendo de mi estado de ánimo, sentía cómo era poseído por una vergonzosa

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mezcla de envidia y desprecio. Ella tenía asegurada una vida desahogada gracias al patrimonio de su familia, lo que le impedía empatizar con quien siente la necesidad de labrarse un camino profesional para poder vivir dignamente. Aun así, yo siempre intentaba disimular aquella asfixiante sensación, a sabiendas de que una chica que siempre lo había tenido todo fácilmente malinterpretaría los ignotos abismos anímicos de un inconformista huérfano de clase trabajadora. —No me vaciles. —Qué sí, hombre. Hasta tienes apellido de navegante, de descubridor, de conquistador… —Es vasco. ¿Sabes qué significa? —Ni idea. —Cuadra vieja. —Hombre, visto así, la verdad es que pierde bastante empaque… Soltamos una sonora carcajada, cuyos ecos retumbaron en las paredes de aquella imponente estancia de ambiente casi sagrado. Obviamente, los reproches del resto de la sala nos obligaron a

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ahuecar el ala entre disculpas. Una vez en la calle, decidimos dar un paseo por el campus, mientras le comentaba el asunto de la fiesta. —Por cierto, Ana: ¿ya le has felicitado a Simón? —Pero si vamos a verle esta noche… —Ya, pero él no lo sabe. Piensa que va a ser una copa y punto. Entre Charlie y yo estamos invitando a todos sus conocidos para darle una sorpresa. —A ver si le hace ilusión… —No sé. Últimamente lo veo muy nervioso. Creo que el negocio les va bastante mal, y ya sabes que estos nunca han sido unos forofos del ahorro. —¿Dónde comes? —Hoy prefiero volver a casa. Esta mañana no me ha dado tiempo ni de ducharme. Nos vemos a las siete y media en el Albatros. La señora Carmen refunfuñaba más de lo habitual, mientras llenaba nuestros platos soperos con un puré de ingredientes irreconocibles. Pese a que mi imprevista ausencia matutina no le había supuesto más trabajo del que le habría correspondido de haberme quedado a desayunar, aquella nimiedad constituía para ella

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la clásica afrenta que me supondría varios días de miradas reprobatorias. Por el contrario, el señor Francisco estaba de buen humor, a pesar de haber dejado a medias la retrasmisión de un campeonato de saltos de esquí. Aunque era casi analfabeto, solía preguntarnos frecuentemente por nuestros estudios con verdadero interés, y se divertía escuchando nuestras andanzas nocturnas. Alberto Ochoa, un pertinaz repetidor de primero de Periodismo, al que jamás vi con un libro encima, era su contertulio favorito. —Señor Francisco, todavía no le he contado la del sábado. Fui a una discoteca con unos amigos de la Facultad. Javier, ese caradura del que le hablé la semana pasada, estaba con ganas de juerga. Vio una chica despampanante en la pista y se fue acercando hasta terminar bailando culo contra culo… Alberto parecía retrasar voluntariamente el final de la anécdota, ante el gesto de curiosa impaciencia de los presentes. Las carcajadas interrumpían sus frases, mientras miraba de refilón a otro residente que parecía estar al tanto del suceso.

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—Al final se decidió a atacar. ¡Hola, guapa! ¿Cómo te llamas? Y va y le contesta: me llamo Paco, pero si lo prefieres me puedes llamar Gwendolin. Creo que todavía no ha parado de correr... Aquel chascarrillo banal provocó un violento ataque de risa al marido de la señora Carmen, quien a punto estuvo de atragantarse con el ala de pollo que se había metido en la boca. Su mujer nos hizo callar, censurándonos por hablar de esas ordinarieces en la mesa. Un forzado silencio presidió el resto de la cena, apenas interrumpido por ahogados restos de risa incontenible. El señor Francisco también se sometió a los despóticos designios de aquella tirana, aunque continuó mirándonos de reojo con la furtiva sonrisa de un niño malo, el conmovedor resquicio de libertad con el que pretendía transmitirnos que aún no había sido completamente domesticado. Ya en el postre, para evitar daños mayores, avisé de que esa noche no vendría a cenar. El Albatros estaba lleno hasta los topes. El local favorito de mi hermano era un antro decadente, antiguo punto de encuentro de viejos puteros derrotados y amantes mercenarias venidas del extranjero que vendían sus encantos a precio de saldo. Varios años atrás, un amigo de Simón había comprado el pub para transformarlo en un templo musical dedicado a “Morriña del fotón”, un grupo del

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norte considerado por todos ellos el culmen patrio del rock alternativo. Charlie y yo habíamos hecho un excelente trabajo. Cientos de llamadas telefónicas habían dado su fruto, logrando llenar el local con una colección de personajes digna de estudio. El muestrario humano que se ofrecía ante nuestros ojos resumía las dos grandes pasiones de Simón. Por un lado, una pequeña congregación de individuos obsesionados con las maquetas a escala bebía sus batidos en un rincón oscuro, como si el menor atisbo de claridad fuese capaz de velar aquellas retinas acostumbradas a la luz indirecta. Sin embargo, el grueso del respetable estaba constituido por barbies de polígono, ángeles del infierno, macarras de importación, culturistas de garaje y demás fauna suburbana que frecuentaba los talleres dedicados a personalizar el aspecto de los automóviles con un cuestionable sentido de la estética. Ana se sentía un poco violenta en aquel ambiente, aunque sabía desde un principio dónde venía. Aún recuerdo su cara el día que conoció a Charlie. Estábamos esperándolo en un banco del campus cuando, entre la espesura, apareció un coche con aspecto de nave intergaláctica, llantas cromadas, luces de neón y un alerón digno de un Airbus. Se detuvo ante nosotros, descubriendo su sofisticado

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mecanismo de apertura vertical de puertas, mientras brotaba del interior el ensordecedor sonido de una sobrealimentada caja de ritmos. De entre la neblina surgió un tipo sonriente, con media ferretería colgando de su cara, y un original cabello teñido a franjas, al que tuve que presentar como el mejor amigo de Simón. Pobrecilla: jamás he visto una sonrisa más artificial. Ya eran casi las ocho. La puerta se abrió y todos lanzamos un grito de felicitación al unísono. Mi hermano parecía verdaderamente sorprendido. Charlie había encargado una enorme tarta con forma de neumático, en la que aparecía escrito “Felicidades Simón” con chocolate blanco. No sé si fue una buena idea, teniendo en cuenta el poco aprecio que sentía por su propio nombre. Según se contaba en la familia, aquel complejo nació cuando apenas contaba nueve o diez años, el día que decidió lanzarse a hablar con una cría de la que siempre había estado enamorado. —Me llamo Simón. —¿En serio? Igual que el juguete de melodías que me han traído los Reyes Magos. Jamás olvidó las risitas de aquella estúpida niña, que pretendió hacerse la ocurrente a su costa, en medio de una manada de amigas

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repelentes que le corearon la gracia. Desde entonces, cuando alguien le preguntaba por su identidad, agachaba la cabeza y respondía con la boca cerrada, casi como un ventrílocuo. Durante la adolescencia amagó con cambiarse el nombre en el registro, pero la intransigencia de mis tíos acabó con el sueño de un pobre niño avergonzado. Su padre y su abuelo se habían llamado Simón Cortázar, y la primogenitura tiene a veces sus peajes. A mí nunca me pareció un nombre especialmente feo, e intenté convencerle de ello en numerosas ocasiones, aunque debo reconocer que jamás conocí a ningún otro Simón fuera de mi familia. —¿Qué tal, Íñigo? ¿Te estás divirtiendo? —Claro, aunque tengo que estar pendiente de Ana. No es su ambiente. —Voy a tomar un poco el aire. Ahora mismo vengo. —No tardes, que es tu fiesta. La juerga seguía su curso, y todo el mundo parecía pasarlo en grande. Eran casi las once, y ya se hacía tarde para llevar a Ana al colegio mayor. Busqué a Simón para despedirme, aunque nadie parecía haberlo visto desde que salió a despejarse. Comencé a inquietarme, teniendo en cuenta que había transcurrido más de una

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hora desde que lo había visto por última vez. En ese momento sonó mi móvil. —¿Es usted pariente de Simón Cortázar? —Sí, soy su hermano. —Le llamo desde una ambulancia. Estamos trasladando a su hermano al Hospital de la Inmaculada. Pero tranquilícese: su vida no corre peligro. —¿Qué le ha pasado? —Parece que algo le ha estallado entre las manos, produciéndole también quemaduras en la cara. Lo hemos encontrado en una nave industrial, más bien unos bajos, donde se había declarado un incendio sin importancia. Hemos hablado con él, está consciente, aunque tampoco ha querido decirnos mucho sobre lo que ha pasado. —Ahora mismo voy para allá. Pedí un taxi para Ana, aunque ella insistía en acompañarme. Hacía tiempo que no la veía tan exaltada, casi histérica. Me pareció más prudente respetar el horario del colegio mayor puesto que la directora podría terminar llamando a sus padres y organizar un

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pequeño lío. Después de todo, parecía que el asunto no revestía gravedad. Veinticuatro horas después, volvía a encontrarme con la antipática enfermera que atendía el mostrador del servicio de urgencias. —Vengo a ver a Simón Cortázar. —¿Es usted familiar? —Sí, soy su hermano. Como era de esperar, tal y como había supuesto la noche anterior, pasé a la zona de consultas sin necesidad de aportar documento alguno. Mi hermano estaba acostado en una cama, boca arriba, con el rostro y los brazos cubiertos de vendas, y el cuerpo ensartado con infinitos tubos y cables que salían de varias máquinas. Reconozco que no estaba preparado para aquella imagen. —Simón, soy Íñigo. —Aaaaah. La enfermera que revisaba las vías me confirmó que estaba totalmente sedado. Al menos no sufría. —¿Con quién puedo hablar?

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—Espere un momento. Enseguida vendrá el doctor. Me senté a su lado, en una pequeña silla de color azul. La sala era grande, sin puerta, y parcelada en pequeños habitáculos con cortinas que no llegaban hasta el suelo. Se podían oír con total nitidez los quejidos de los pacientes más graves y las conversaciones insustanciales de los que habían tenido mejor suerte. Estaba intentando secarme la humedad de los ojos cuando entró el médico. —Hola. Soy el doctor Aguirre. —Buenas noches. —¿Es usted el hermano, verdad? —Sí. ¿Cómo está? Me hizo una señal con el dedo pulgar, sugiriendo que sería mejor comentarlo en el pasillo. El semblante del galeno reflejaba una notable insensibilidad a la hora de tratar con personas que estaban viviendo el peor momento de sus vidas. Me incorporé sin decir nada y le seguí como un sonámbulo. Una vez fuera de la habitación se giró y comenzó a hablar con tono intrascendente.

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—No tengo buenas noticias. El paciente ha sufrido quemaduras graves en ambas manos. La cara también está afectada. Las heridas del rostro son menos graves pero, claro, es una zona más delicada. —Ya, pero ¿cómo va a quedar? —Espero poder salvar la mayor parte de los dedos, aunque dudo que en el futuro pueda mover las manos con normalidad. En cuanto a la cara, ahora mismo la tiene bastante deformada por los efectos de la explosión. En principio, eso siempre puede arreglarse, más o menos, con cirugía. Lo que me preocupa es la visión, aunque todavía es pronto para extraer conclusiones definitivas. Me quedé callado. No sabía qué decir. Creo que le di las gracias, aunque no estoy muy seguro. La rabia y la tristeza me provocaron una leve sensación de mareo. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, como si todo aquello no fuera más que un mal sueño. Recuerdo vagamente que una pareja de enfermeros pasó delante de mí, comentando entre risas algo relacionado con un programa de televisión. El timbre de mi móvil me despertó de aquel estado hipnótico. Había olvidado apagarlo al entrar. Era Ana. —¿Cómo estás? —Bien, bien…

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—¿Ya lo has podido ver? —Si. Tengo que colgar. Tú tranquila. Mañana te llamo. No quise preocuparla. Ya tendríamos tiempo para hablar de lo sucedido. Sería mejor que durmiera, al menos esta noche, con la ignorante placidez de los niños a quienes sus padres ocultan las estocadas de la vida. Respiré hondo y volví a entrar. Mi hermano seguía emitiendo suaves gemidos incomprensibles a través de su máscara blanca. Caminé lentamente hasta la cama y volví a sentarme en la silla. Instintivamente comencé a acercar mi mano a la suya, olvidando la tortura que podía provocarle en su estado. Gracias a Dios, pude ver las vendas antes de llegar a tocarlo. Retiré mi brazo con todo el dolor de mi corazón. Un celador encolerizado entró en la habitación. —¿Es usted Íñigo Cortázar? —Sí. —Ahí fuera hay un tío que quiere verle. Le hemos insistido en que no podía pasar, y se nos ha puesto muy violento. —Muchas gracias. Ahora salgo. —Dígale a su amigo que otro día avisaremos a los de seguridad.

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Como había supuesto, el responsable de aquel escándalo no podía ser otro más que Charlie. Estaba junto al mostrador de la entrada, limpiándose las lágrimas con la manga de su cazadora. Se movía constantemente, sin ir hacia ningún lado, intentando quemar inconscientemente una rabia que le quemaba por dentro. Los presentes habían formado a su alrededor un pequeño círculo vacío. Mostraba un aspecto y una actitud que invitaban a la precaución. Le miré a la cara y sus ojos evidenciaron que conocía ya la cruda realidad. Probablemente, la enfermera del mostrador se había mostrado más transigente en la interpretación de la normativa ante un tipo tan amenazador. —Quiero entrar. —Creo que sólo dejan pasar a los familiares. —¡No me jodas! Para mí Simón es más que un hermano. Ya he hablado con la gorda esta, y me ha dicho que puedo pasar la noche con él si tú estás de acuerdo. —Hombre… —No te lo estoy preguntando. Tú ahora te vas a tu pensión, duermes bien y mañana vienes. ¿Está claro?

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—Vale. Llámame si hay cualquier novedad. Eché una última mirada hacia el interior del hospital, como si no supiese que desde allí era imposible ver a Simón, y emprendí cabizbajo el camino a casa. Habría preferido volver paseando, pero tenía el coche aparcado en una zona de carga y descarga. Si lo dejaba allí, seguro que la grúa se lo llevaría a primera hora de la mañana. Parecía increíble que pudiese pensar en esas cosas con mi hermano abrasado en una cama de urgencias. Intenté elaborar un listado mental con los nombres de todas las personas a las que debía llamar por la mañana. La verdad es que no eran muchas. Después de permanecer unos segundos sentado al volante con la mirada perdida, giré pesadamente la llave y comencé a conducir mecánicamente por las desiertas calles de la ciudad. Según iba superando la conmoción inicial, mi mente hervía con los pensamientos que se agolpaban en su interior. Cada vez me asaltaban más dudas sobre lo ocurrido. ¿Qué hacía Simón en el taller a aquellas horas de la noche? ¿Para qué había ido allí en medio de su fiesta de cumpleaños? ¿Qué le había estallado entre las manos? ¿Por qué, en la ambulancia, se mostró tan reacio a explicar lo sucedido? ¿Tendría algo que ver con aquellos siniestros clientes del Este? ¿Sería verdad lo que contaba Charlie? ¿Cómo pude mostrarme

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tan prepotente en el restaurante chino ante las advertencias de Ana? ¿Habría sido yo mismo corresponsable de la tragedia al subestimar la amenaza? Me habría gustado encontrar una iglesia abierta. En esos momentos críticos, rezar era para mí casi una necesidad. Fui observando las puertas de diversas parroquias que encontré a mi paso, como si no supiera que sólo abrían de madrugada durante determinados días de Semana Santa y Navidad. La recurrencia de este tipo de reflexiones me recordó que debía llamar sin falta al padre Arrúe. Probablemente, don Pedro era la única persona capaz de poner firme a mi hermano. Aquel sacerdote fue un gran amigo de mi padre, y desde que nos quedamos huérfanos, había ejercido como su sustituto en numerosas ocasiones. Solía visitarnos con frecuencia en la casa del pueblo, donde vivimos varios años con mis tíos Tomás y Ángela. Aún recuerdo el entusiasmo que nos provocaba escuchar la bocina de su coche al llegar, y la tristeza que acompañaba invariablemente su regreso a la ciudad, viendo cómo se alejaba la vigorosa mano que nos despedía a través de la pequeña ventanilla. Casi sin darme cuenta, me encontré de pronto frente a la fachada de la pensión. Eran casi las dos de la mañana, así que intenté abrir la puerta con el mayor sigilo posible. Ya en el recibidor, percibí una

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centelleante luz azulada, proveniente de la sala, iluminando el suelo entarimado. Era el televisor del señor Francisco, que se había quedado dormido viendo un partido de vóley playa. Me quité los zapatos y subí las escaleras como un vulgar ladronzuelo. La madera de un peldaño crujió a mi paso, y escuche al marido de mi patrona ronronear desde su butaca. Cerré la puerta de mi dormitorio, arrojé el abrigo sobre el escritorio y me dejé caer sobre la cama sin siquiera desvestirme. Observaba la pálida luz de la farola que había junto a mi ventana, mientras venía a mi mente la imagen de Simón en su habitación del hospital. ¿Qué haría a partir de ahora? ¿Cómo se ganaría la vida? ¿Volvería a ver? Me quedé dormido.

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III En un oscuro sótano

Aquella noche apenas pude conciliar el sueño. La tensión y el cansancio acumulados me habían hecho caer rendido nada más acostarme. Sin embargo, según fue transcurriendo la madrugada, la angustia por la situación de mi hermano logró desvelarme por completo, convirtiendo aquellas horas en una vigilia casi ininterrumpida. Al alba, por fin, mis agrietados ojos pudieron disfrutar de uno de los amaneceres más bellos y menos deseados de toda mi vida. Apenas tenía fuerzas para levantarme, pero la impaciente necesidad por saber algo más sobre el estado de Simón logró compensar mi falta de ánimos. Más me valía llegar a la ducha antes de que nadie se levantara. Si tenía esperanzas de iniciar aquella jornada a una hora razonable, debería eludir la cola soviética que solía formarse a diario frente a la puerta del baño. Sin embargo, aquella interminable noche en vela había dotado a mi tradicional pereza matutina de una fuerza hercúlea, pegando mi cuerpo al colchón como si pesase varios

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cientos de kilos. Finalmente, un sonido metálico procedente de otra habitación me obligó a levantarme de un salto. Era Fernando, el ingeniero que vivía en el dormitorio contiguo, que había encendido el flexo que tenía sobre la mesilla, amenazando mi triunfo en la tradicional carrera por el pasillo. Como todas las mañanas de invierno, el instante de quitarme la ropa en aquel ruinoso lavabo era uno de los peores momentos de la jornada. El cuarto de baño tenía unas medidas generosas, y por su antediluviano aspecto, la decoración era originaria de la época en que se instaló el agua corriente en la ciudad. Las paredes habían sido recubiertas con sencillas baldosas blancas, de las que apenas se mantenían, a duras penas, dos de cada tres. Mientras mentalmente analizaba la imposibilidad física de que en la calle hiciese más frío que en aquel lugar, rezaba para que el señor Francisco se hubiera acordado de reparar la caldera del agua caliente. Abrí el grifo de la ducha y me senté sobre la tapa del retrete con la esperanza de poder felicitar al marido de la señora Carmen por su gran labor como fontanero. Observaba ensimismado el aspecto del agua con el gesto inquieto de un padre primerizo en la puerta del paritorio. De pronto, un inesperado estallido hizo que el corazón casi se me saliera por la boca, dando un brinco hasta el

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centro de la estancia. Observé en el suelo los restos de una vieja baldosa que llevaba varias semanas amenazando con abandonar la formación. Había terminado por lanzarse al vacío justo en aquel instante, junto a la base del bidet, aumentando aún más el aspecto ajedrezado de la pared. Cuando apenas me había repuesto del susto, un leve vapor comenzó a surgir del fondo de la bañera: la primera buena noticia del día, aunque probablemente sería la única. Después de asearme, volví a mi dormitorio para vestirme sin dilación. La recurrente imagen de Simón recostado en su camastro me obligó a abandonar antes de lo habitual el estado de semiinconsciencia matutina que solía acompañarme hasta bien entrada la jornada. Al salir de mi habitación, percibí el reconfortante olor a café recién hecho que ascendía por la escalera. —Buenos día, señora Carmen. Ayer no se lo pude contar porque llegué muy tarde. Mi hermano ha sufrido un accidente y está ingresado en la Inmaculada. —¡Qué me dices! ¿Es grave? —Puede que sí. Tiene la cara y las manos afectadas. Todavía no nos han dicho nada definitivo, pero será mejor que no cuente conmigo para las comidas de los próximos días.

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—Te agradezco que me lo digas. Ya sabes cómo odio tener que tirar comida a la basura. Aunque, bueno… ahora eso es lo de menos. ¡Pobre chico! Dale recuerdos de mi parte. Mientras terminaba de colocar la mantequilla y el pan tostado sobre la mesa, la señora Carmen se dirigió a su marido, que disfrutaba desde su sofá de unos campeonatos de tiro con arco. —¡Francisco, no querrás que te lleve el desayuno al sofá! —Mmmmmm. Apenas tome una taza de café con leche y una tostada sin untar. Mi frugalidad no se debió a la falta de hambre, sino a la impaciente necesidad por llegar al hospital. Salí disparado hacia el coche y en menos de un cuarto de hora estaba entrando por la puerta de urgencias, a pesar de los problemas de tráfico derivados de la espesísima niebla con la que había amanecido el día. Aquella mañana, la indolente enfermera del mostrador había cedido su puesto a un joven que atendía a una pareja de ancianos con maneras atentas y educadas. Mientras me acercaba, pude ver por el rabillo del ojo a mis tíos en la sala de espera, con aspecto de llevar un buen rato sufriendo las incomodidades del lugar.

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—Buenos días. ¿Lleváis mucho tiempo esperando? —Una hora, más o menos. —¿Por qué no habéis entrado ya? —Hemos preferido esperarte. Después de atender al matrimonio que nos precedía, el enfermero nos comunicó que Simón había sido trasladado a planta. Una buena noticia, sin duda. Al final, aquel día no iba a ser tan horrible como me imaginaba. Subimos al cuarto piso. Al fondo de la galería, Charlie mantenía cabizbajo una desganada conversación con tres hombres de aspecto siniestro, esquivando carritos de medicinas y ancianos que paseaban con su gotero. El aspecto de aquel desconocido trío resultaba verdaderamente amenazador, teniendo en cuenta la colosal corpulencia de dos de ellos, aderezada con una fisionomía de boxeadores retirados que sugería un escaso interés por la actividad intelectual. El tercero lucía un tamaño mucho más menudo, coronado con un repeinado cabello ahogado en varios litros de gomina. Mostraba una expresión de pocos amigos, y vestía un traje barato de corte trasnochado. Cuando aún me encontraba a mitad de pasillo, Charlie me señaló con el dedo, comentando algo al enjuto personaje que parecía liderar el grupo.

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Una vez junto a ellos, aquel hombre, de apariencia lúgubre y mirada inteligente, se adelantó para presentarse. —Buenos días, soy el inspector Fuentes. Me han encargado la investigación sobre el incidente sufrido por su hermano, Simón Cortázar. —¿Incidente? —No se lo tome a mal. Preferimos no adelantar acontecimientos. El Sr. Muñoz nos ha contado una curiosa historia sobre un grupo de kosovares. ¿Sabe usted algo de eso? —La verdad es que no. Lo siento mucho. —Es una verdadera lástima. —Si me disculpan, desearía ver a mi hermano. Gracias. Tras golpear levemente la puerta, una dulce y desconocida voz femenina nos animó a pasar. Era la mujer del grueso caballero que reposaba en la cama contigua. Una gran cicatriz recién suturada recorría su voluminosa tripa de un extremo al otro, y la forma de quejarse indicaba que todavía se encontraba bajo los efectos de la anestesia. La cortina divisoria estaba extendida, impidiendo la visión de mi hermano desde la entrada. Avanzamos hasta el fondo de la

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estancia, colocándonos junto a un inmenso butacón de polipiel donde, presumiblemente, Charlie había pasado la noche. Allí estaba Simón, con el rostro y los brazos vendados, reproduciendo la estampa que me había atormentado durante toda la noche. Mi tía Ángela se acercó, observándolo detenidamente, y se giró para comentarme. —Tiene mucho peor aspecto del que me había imaginado después de hablar contigo. Será un milagro que quede medianamente bien. Siempre pensé que este niño acabaría de mala manera… Debo reconocer que la falta de sensibilidad de la hermana de mi difunta madre no me asombró lo más mínimo. Aun así, esbocé una mueca de precaución ante la posibilidad de que el enfermo estuviese escuchando nuestra conversación. Mientras tanto, mi tío Tomás se quedó en un segundo plano, sentado en el sillón, con un gesto que evidenciaba su escaso interés por el tema. Simón nunca logró ganarse el cariño de los tíos. Después del accidente de mis padres, nuestros parientes más cercanos decidieron en cónclave enviarnos a la granja de Tomás y Ángela, a escasos treinta kilómetros de la ciudad. Lo cierto es que sólo conservo difusamente algunos recuerdos de nuestra llegada al pueblo

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originario de nuestra familia materna. Por el contrario, Simón ya tenía nueve años cuando abandonamos nuestro hogar. Como era de esperar, su encaje en el mundo campestre, demasiado rústico para un chico aficionado a las calles, fue más traumático de lo previsto. La convivencia con su tío fue siempre difícil. Aquel tosco agricultor nos veía como una engorrosa obligación que le había caído encima por un dudoso deber familiar de su mujer. Estaba acostumbrado a vivir a su aire desde que murió la única hija del matrimonio, hacía más de veinte años, y la necesidad de pensar en alguien más que en sí mismo a la hora de organizar sus cosas le sacaba de quicio. Jamás llegaríamos a parecernos a su idolatrada Alicia, que falleció al caer desde uno de los manzanos que poblaban los extensos dominios de la granja. Después de la tragedia, aquel rudo hombretón quedó sumido en una profunda depresión de la que tardó varios años en recuperarse. Él mismo, poseído por una iracunda obsesión, taló con sus manos los cientos de árboles de la finca para sustituirlos por fresales. Supongo que perseguía borrar de su vista todo aquello que le recordara aquel fatídico día. Nada más llegar al pueblo, el tío Tomás quiso aclararnos la poca ilusión que le hacía nuestra compañía. Recuerdo una mañana que lo

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vimos sacando su oxidado tractor con remolque del almacén. Mi hermano se acercó para interesarse por su trabajo. —¿Qué haces, tío? —Voy a por estiércol, para echarlo a las fresas. En ese momento, pretendiendo hacerse el ocurrente y sin calcular las consecuencias de su gracia, le contestó: —Vaya… yo pensaba que en el campo también las tomabais con nata. Aquel encuentro dejó marcado a Simón en un doble sentido: por un lado, una rojiza huella de la mano derecha del tío Tomás en su mejilla, y por otro, una indeleble lección sobre la inconveniencia de vacilar al hombre de la casa sobre las costumbres rurales, especialmente a primera hora de la mañana. La relación con la tía Ángela resultaba menos abrupta, pero igualmente distante. Aunque no era una mala mujer, en el fondo de su alma cicatera anidaba una pétrea convicción sobre el carácter esencialmente egoísta de todos los seres humanos. Nadie hacía nada por nada, y cualquier acción aparentemente generosa ocultaba un trasfondo interesado. Todas las personas, como todas las cosas,

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tenían su precio, y el carácter confiado era una debilidad propia de débiles mentales que sólo merecía desprecio y burla. Como no podía ser de otra manera, los dos hermanos fuimos instantáneamente encasillados en los dos único modelos que cabían en aquella mentalidad miserable. Por un lado, Simón se convirtió en el paradigma de chaval egoísta, que sólo está dispuesto a esforzarse para satisfacer sus propios caprichos, y que en ocasiones puede llegar a simular un falso cariño con el que ornamentar una sutil estrategia para lograr subrepticiamente sus deseos. Por el contrario, yo quedé catalogado como un niño ingenuo, cuya inocencia debía ser exterminada de la forma más rápida y brutal posible, pues la tendencia a ir por la vida con un lirio en la mano podía acabar conmigo en cuanto tuviese que enfrentarme al mundo real. Paradójicamente, yo siempre pensé que mi hermano tenía mucho mejor fondo que yo, aunque la insistencia de la tía Ángela en sentido contrario terminó por convencer al propio Simón de que era mucho peor persona de lo que en realidad había sido nunca. Mientras observaba su desoladora imagen en aquella cama de hospital, acompañado por un matrimonio que nunca lo había querido, observé de reojo cómo Ana entraba por la puerta de la habitación con expresión impaciente. Al sobrepasar la cortina su gesto se desencajó, rompiendo a llorar bajo unas manos que sólo

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dejaban entrever sus húmedos ojos azules. Su bondad natural la convertía en presa fácil de la tristeza, pues no había desgracia que aconteciera a su alrededor que no terminara transformándose de forma instantánea en un íntimo dolor propio. Me acerqué para abrazarla, pensando que mi calor podría atenuar el sufrimiento de su alma sensible y compasiva. Muchas veces había reflexionado sobre la actitud expansivamente empática que dominaba la forma de ser de Ana, lo que probablemente había sido determinante a la hora de considerarla la mujer de mi vida. En ese instante, la cabeza de Charlie asomó por la puerta. Aproveché el momento para preguntarle por las pesquisas del inspector Fuentes. —¿Qué te ha comentado la policía? —Pues que están en ello… Ya les he dicho que no pierdan el tiempo. Han sido los cabrones aquellos de la furgoneta. Primero manipularon los frenos de mi coche y ayer quisieron volar nuestra nave. —¿No te parece un poco exagerado poner una bomba por una avería mal arreglada?

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—Primero, la furgoneta la arreglamos perfectamente, y segundo, tú no tienes ni puta idea de cómo se las gastan los del Este. —Bueno… ya veremos qué pasa. Tú, de momento, duerme un rato, que seguro que no has pegado ojo en toda la noche. —Te diré… Si pasa cualquier cosa me llamáis. Pasamos las horas, en silencio, sin saber qué decir. Cuando ya era casi mediodía, Simón comenzó a emitir unos leves quejidos, intentando moverse con dificultad. Con el tiempo, aquellos susurros empezaron a adquirir el matiz de un apagado lamento. Mientras los presentes acercábamos nuestro oído, intentando descifrar lo que mi hermano quería decirnos, el inspector Fuentes volvió a aparecer, esta vez solo. —¡Vaya! Parece que empieza a despertar. ¿Me puede escuchar, señor Cortázar? —Aaaaah… —¿Me puede escuchar, señor Cortázar? —Ssssi. ¿Qué ha pasado?

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Me adelanté, intentando evitar que la presencia de un policía le pusiera aún más nervioso. Aunque le costaba hablar, su tono de voz se fue normalizando progresivamente. —Hola, Simón. Has tenido un accidente. ¿Cómo te encuentras? —¿A ti qué te parece…? El inspector se acercó al cabezal de la cama, iniciando un insensible interrogatorio que, para los próximos al herido, se hallaba completamente fuera de lugar en aquellas penosas circunstancias. —Buenos días. Me llamo Julio Fuentes. Necesito hacerle unas preguntas. ¿Qué es lo último que recuerda? —Estábamos en la fiesta de mi cumpleaños… Salí del Albatros y fui al taller… —¿Por qué fue allí? —No sabía nada de la fiesta… y casi no llevaba dinero encima... Aquello tenía pinta de alargarse y no quería pasar toda la noche de gorra…. Simón hablaba despacio y con dificultad, distanciando las frases para tomar aliento, pero su precario estado no amilanó al policía.

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—¿Qué pasó después? —Entré en la nave y fui a la oficina, donde guardamos el dinero… En una esquina, cerca de la puerta, había un aparato extraño encima de un bidón de gasolina… —¿Y? —No recuerdo nada más… Lo siento… —No se preocupe. Ahora debe descansar. El inspector tomó unas notas en un bloc azul con rutinaria indiferencia. Al acabar lo cerró bruscamente y añadió con tono burocrático: —Si le sacan algo más, no duden en llamarme. Aquí está mi tarjeta. Simón se volvió a dormir. Seguimos a su lado, sumergidos en ese silencio incómodo que suele acompañar las esperas sobrellevadas estrechamente con personas con las que no compartimos ninguna intimidad. A primera hora de la tarde, después de comer un bocadillo comprado en una máquina dispensadora, no tuve más remedio que excusarme, pues tenía concertada una entrevista con el profesor de Derecho Internacional desde hacía más de un mes.

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—¿Tú qué vas a hacer, Ana? ¿Quieres que te lleve a algún lado? —No, prefiero quedarme con Simón. No voy a dejarle solo. —Pero si están mis tíos… —Tú vete tranquilo, que yo ya me buscaré la vida. Tras salir del hospital, me dispuse a encontrar el coche entre la densa niebla que no terminaba de escampar, y que impedía ver con nitidez a unos pocos metros de distancia. Mi tendencia al sueño cataléptico solía limitar considerablemente mi capacidad retentiva durante las primeras horas del día, por lo que no era extraño que por la tarde hubiese olvidado completamente el lugar exacto en el que había aparcado de buena mañana. Por fin identifiqué mi automóvil y eché mano al bolsillo para sacar las llaves. En ese preciso instante, sentí un dolor agudo en la parte superior de mi cabeza, como si me hubiesen golpeado por detrás con un objeto contundente. Perdí el conocimiento. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Nada más despertar, el intenso dolor de cabeza volvió a hacerse insoportable. Pensaba que volvería a desvanecerme, pero entonces el pinchazo remitió, permitiéndome relajar mis apretados ojos.

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Miré a mi alrededor. Estaba en una habitación de techo bajo, con el suelo encharcado. No tenía ventanas, y la modesta luz de una bombilla no alcanzaba a iluminar los confines de la estancia. Las paredes, techos y columnas eran de cemento visto, y el sonido de unas ratas corriendo detrás de unos tablones me despejó a la fuerza. Hasta ese momento, había asistido a la escena como quien observa un cuadro, sin prestar la menor atención a mi propia situación. Estaba amarrado a una silla con reposabrazos, con varias vueltas de cinta americana que recorrían mi cuerpo desde el pecho hasta los tobillos. Me pareció percibir, en el interior de mi boca, lo que parecía ser una bola de papel, que fui incapaz de escupirla. Un escalofrío recorrió mis extremidades cuando comencé a ser consciente del aprieto en el que me encontraba. Por fin, al fondo de la sala, una chirriante puerta metálica se abrió ante mis ojos. —Buenas noches, Íñigo. Era una voz masculina, grave y con un marcado acento extranjero. La modulación de aquellas palabras sugería un cierto tono lúdico, como si hubieran sido pronunciadas por alguien convencido de estar haciendo algo divertido. —No te asustes. No quiero hacerte daño. Sólo tengo un problema, y tú me vas a ayudar a solucionarlo.

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Aunque el contexto que rodeaba aquel momento podría haberme permitido intuir el problema al que se refería aquella turbadora voz, mi mente aterrada era incapaz de atar los diferentes cabos que podrían dar sentido a toda aquella locura. —Un pajarito me ha comentado que un insensato va diciendo por ahí que unos amigos míos se dedican a poner bombas por los polígonos industriales de la ciudad. ¡Dios mío, los kosovares! Ahora sí que estaba perdido. Seguro que querían meterme un tiro en la cabeza para callar a Charlie. Mientras los pensamientos negativos se agolpaban en mi mente, aquel hombre seguía con su espeluznante discurso desde un lugar estratégicamente oscurecido que me impedía ver su rostro. —Te preguntarás por qué te he traído precisamente a ti. Pues primero, porque pareces una persona sensata, y segundo, porque no he tenido más remedio: tu hermano está fuera de juego y el imbécil de su socio tiene a la policía pisándole los talones día y noche. Esos dos sinvergüenzas deberían haber aprendido de pequeños que mentir está mal, pero que muy mal. Porque mis amigos me aseguran que no les han amenazado en ningún momento, que jamás les han manipulado el coche, y que no tienen nada que ver con la explosión del taller. ¿Me sigues?

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Asentí con la cabeza, mientras las gotas de sudor se agolpaban en mi frente. De vez en cuando, el timbre de voz de aquel tétrico orador me invitaba a pensar que saldría con vida de aquel probable sótano, aunque inmediatamente mi sentido de la prudencia intentaba acallar aquel injustificado derroche de optimismo. —¿Alguien puede creerse que vamos a echarlo todo por la borda, organizando un espectáculo como éste, por una puñetera furgoneta mal arreglada? Aunque cabía la posibilidad de que aquellos hombres no tuvieran nada que ver con la explosión que había herido a Simón, mis esperanzas de sobrevivir se venían progresivamente abajo al comprobar que aquel energúmeno era bastante menos inteligente de lo que pretendía hacerme creer, teniendo en cuenta su tendencia a cambiar inconscientemente la tercera persona del plural por la primera al referirse a la supuesta banda de delincuentes. —Mis amigos han tenido siempre mucho cuidado para no tener problemas con la policía, y ahora ese mentiroso puede terminar estropeándolo todo ¿No es una pena? En fin… el colega de tu hermano puede dar gracias al Cielo, porque teniendo la pasma tan cerca nos resulta imposible tomar soluciones más drásticas. Ahora bien: como siga intentando involucrarnos en este asunto, yo mismo

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me encargaré de hacerle entender que existen algunas personas con las que no se puede jugar. Me da igual la forma en que lo consigas, pero como el inspector Fuentes vuelva a preguntar por este tema a uno de mis amigos, las advertencias se habrán terminado. ¿Lo has entendido? Volví a asentir, aliviado. El hombre chasqueó los dedos y varios gigantones salieron por la puerta del fondo, dirigiéndose hacia mí con decisión. Se movían de una forma mecánica, como quien representa una coreografía aprendida de memoria a base de repetirla con regularidad desde hace años. Aunque todo parecía indicar que aquellos terribles momentos tocaban a su fin, algo dentro de mí me impedía dejar de temblar como la gelatina. Soltaron la cinta adhesiva de mi cuerpo y me pusieron en pie, agarrándome por las axilas. Después, taparon mis ojos con un pañuelo y me obligaron a emprender la marcha a toda prisa. Tras recorrer varios pasillos y subir unas escaleras, percibí el bálsamo de un viento frío y húmedo lamiendo mis mejillas. Me introdujeron en lo que parecía ser el maletero de un coche, ataron mis pies y mis manos, y salimos a toda pastilla. Perdí la noción del tiempo. Cada vez que el automóvil tomaba una curva, notaba cómo diversos objetos que había a mi alrededor

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chocaban contra mi cuerpo. A lo largo del camino, fui detectando diferentes sonidos que me resultaron familiares: el griterío de centenares de niños saliendo del colegio, el carillón del campanario de la parroquia de San Ignacio, el arpegio con que arrancaba cada uno de los avisos emitidos por la megafonía de la estación de autobuses… No hice el menor intento por identificar el lugar en el que me habían mantenido retenido. Los secuestradores habían dedicado un tiempo desmesurado a dar vueltas para desorientarme, y además no tenía ninguna intención de hablar con la policía sobre el asunto. Progresivamente, los ruidos que provenían del exterior se fueron debilitando, hasta que el coche se detuvo definitivamente. Escuché el ruido de dos o tres puertas abriéndose, la tapa del maletero se levantó, y entre varios hombres me agarraron por las manos y por los pies. Extrajeron mi cuerpo del interior del automóvil y me lanzaron rodando por un terraplén. Decidí permanecer inmóvil hasta asegurarme de haber quedado completamente solo. El sonido del vehículo alejándose provocó en mí una emoción que todas las sinfonías de la historia juntas jamás habrían logrado igualar.

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Tras liberar mis manos, logré quitarme el pañuelo de los ojos y arranqué con un doloroso tirón la cinta americana que había mantenido la bola de papel dentro de mi boca. Estaba anocheciendo, y a pesar de la espesa niebla, pude deducir que me hallaba en un descampado de las afueras. En el horizonte podía divisar el resplandor anaranjado de las luces de la ciudad. Aspiré una interminable bocanada de aire frío por la boca, intentando relajarme después de las horas más tensas de toda mi vida. Rompí a llorar.

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IV No puede ser

Después de caminar durante un buen rato, tuve la inmensa suerte de toparme con un conductor que se dirigía a la ciudad a aquellas intempestivas horas de la madrugada. Afortunadamente, tuvo el suficiente sentido de la discreción para no preguntar por mi extraña aparición nocturna en medio de la nada. Trabajaba en una tahona, donde debía fichar cada día a primerísima hora de la mañana. Mi desconocido salvador tuvo además el detalle de llevarme hasta una parada de autobús urbano, en una calle del extrarradio. Pensé que una de las ventajas de tropezarse con la delincuencia organizada era que, normalmente, no te robaban la calderilla del bolsillo. Tomé la línea 6, que pasaba bastante cerca del hospital de la Inmaculada. A través de las ventanas del autobús comenzaba a vislumbrarse el amanecer, aunque mis compañeros de viaje no parecían apreciar los bellos tonos del alba. Eran trabajadores acostumbrados a ver la salida del sol de camino a sus andamios y talleres, y que de buen grado habrían renunciado a aquella hermosa

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estampa matutina a cambio de unos minutos más de sueño. En cambio, para mí, horas después de haber mirado a la muerte cara a cara, la posibilidad de contemplar la aurora una vez más me llenó de un gozo indescriptible. El autobús se detuvo junto a una cafetería, en la que desayuné con la fruición de un náufrago recién rescatado. Aproveché para ir al lavabo, intentando adecentar lo más posible mi cochambroso aspecto. Si quería guardar el secreto sobre mi aventura campestre, no podía presentarme en la habitación de Simón despeinado y lleno de barro. Una vez aseado, acudí al hospital de la Inmaculada, principal centro médico de la región, que había ido creciendo de la mano de una ciudad desbordada por sucesivas explosiones demográficas. El edificio central era el único que mantenía una cierta dignidad arquitectónica, echada a perder con los innumerables pastiches añadidos con el paso de los años. Cada ampliación había supuesto indefectiblemente un nuevo golpe visual en aquel conglomerado de construcciones de estética taifa. Desde hacía décadas, el complejo se hallaba permanentemente sumergido en un mar de grúas y camiones de cemento, como si no existiese nadie capaz de analizar las necesidades sanitarias de la urbe con un mínimo de previsión.

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Después de cruzar varias zanjas cubiertas con unos tablones que se balanceaban sin sujeción, logré acceder a la entrada principal del edificio. Tomé el ascensor para subir a la cuarta planta, donde volví a tropezarme con el inspector Fuentes y sus dos mascotas. Pensé que era el momento propicio para intentar desactivar la sospecha sobre el grupo de delincuentes del Este. —Buenos días, inspector. —Parece que no ha dormido usted muy bien, señor Cortázar. —Antes de nada, quería decirle que he estado dándole vueltas a esa extraña historia de los kosovares, y dudo mucho que… El policía levantó la palma de su mano, interrumpiendo mis explicaciones. Con aires de suficiencia, sacó del bolsillo de la gabardina su pequeño bloc azul. Según iba pasando las hojas, comenzó a hablar: —No se esfuerce. Ya sabemos que no han sido ellos. —¿En serio? ¿Y ya han descubierto al culpable? —Probablemente. En ese momento, Charlie salió del ascensor, enfilando el pasillo en nuestra dirección con gesto despreocupado. Caminaba mirando

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hacia suelo, escuchando música con indiferencia a través de los auriculares de botón que llevaba introducidos en los oídos. Cuando ya casi nos había alcanzado, intenté hacerme visible con un saludo. De pronto, el inspector Fuentes se interpuso entre ambos, mientras sus matones lo inmovilizaban retorciéndole un brazo por la espalda. —Carlos Muñoz, queda usted detenido por los delitos de incendio y estafa. Puede permanecer en silencio y solicitar la presencia de un abogado. ¡Llévenselo! Me quedé helado. ¿Qué estaban diciendo aquellos estúpidos? Charlie hizo un amago de resistencia, e intentó zafarse de sus captores. A los pocos segundos, asumió la imposibilidad de escabullirse y se rindió. Inicialmente evitó mi mirada, aunque finalmente levantó los ojos mostrando un semblante ausente y derrotado. Los dos gigantones lo arrastraron hacia los ascensores, mientras el inspector se giró hacia mí con cara de satisfacción. —Entiendo que se le haga difícil de comprender. Lo siento, pero no tenemos la menor duda. Los técnicos han peritado el artefacto y las conclusiones han sido claras. Se trataba de una bomba de pequeña potencia, que se utiliza para explosionar alguna sustancia colocada a su lado. En este caso, el mecanismo se había instalado

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sobre un bidón de gasolina, pero su hermano lo levantó, impidiendo la reacción en cadena. —¡Pero es imposible que haya sido Charlie! —Veamos… En primer lugar, algunas piezas de estos artefactos sólo se consiguen por internet. Así que enviamos al taller a la brigada informática, que ha logrado rescatar del disco duro la orden de compra de varios componentes utilizados para construir el detonador. Por otro lado, la intervención de su hermano evitó que la nave despareciera, lo que nos ha permitido recuperar algunas huellas de la bomba: son del señor Muñoz. Por último, hemos descubierto que el socio de su hermano contrató para el taller un sustancioso seguro de incendios hace escasas semanas. Además de delincuente, imbécil. Por cierto, el coche del Sr. Muñoz se estrelló el otro día a diez kilómetros por hora. ¿Necesita más pruebas? El inspector sonreía con afectación mientras contemplaba las bruscas maneras empleadas por sus esbirros para introducir a Charlie en el ascensor. De todos modos, aunque todavía no le conocía lo suficiente, tuve la impresión de que su mirada no respondía a un estado anímico de plena satisfacción. Puede que aquel pequeño investigador reconociese interiormente que la presa del día había sido, sin duda, un trofeo de caza menor. Me miró con ademán

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resignado, admitiendo tácitamente que en aquella ocasión sólo había pescado a un pobre tonto infeliz. —Lo siento, debo irme. Salude a su hermano de mi parte. No me lo podía creer. Mentiría si afirmase que Charlie era una persona incapaz de matar a una mosca, pero aventurarse a volar su propio negocio me parecía demasiado. Sin embargo, las pruebas aportadas por la policía dejaban poco lugar a la especulación. Tendría que pensar cómo decírselo a Simón. Desde luego, ahora no era el momento. Me acerqué a la habitación. La cortina estaba corrida, lo que me permitió ver desde el pasillo la notable mejoría del herido. Estaba sentado, conversando con mi tía, mientras el tío Tomás observaba la escena desde los pies de la cama. La hermana de mi madre se incorporó con tono de reproche. —¡Mira quién está aquí! Menudas entrevistas tenéis los universitarios… —Lo siento. Debí avisaros. Simón reconoció inmediatamente mi voz. —¿Íñigo?

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—Aquí me tienes. ¿Cómo has pasado la noche? —Dormido como un lirón. De hecho, hace poco que me he despertado. Me están metiendo de todo, aunque las vendas siguen escociéndome mucho. Los tíos ya me han explicado lo que ha pasado. —Ahora lo importante es que descanses. No te preocupes por nada. Realmente no parecía inquieto ni nervioso. Supongo que, hasta cierto punto, debía estar contento por haber sobrevivido. Aun así, la pregunta que tanto temía no tardó en aparecer. —¿Dónde está Charlie? —Ni idea. Ya aparecerá. Un agudo carraspeo procedente de la puerta interrumpió la conversación. Era Ana, que había venido a visitar a Simón acompañada por sus padres. Don Patricio Ortiz era lo más parecido a un padre que había tenido en toda mi vida. La primera impresión que provocaba en los desconocidos no solía hacer justicia a su verdadero talante. El aire distante que desprendía su aspecto circunspecto, en absoluto era fiel

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reflejo de un hombre sumamente cariñoso. Su serena mirada transmitía un orgullo carente de arrogancia, una solemnidad que se combinaba armoniosamente con su poco almibarado sentido de la ternura. Lucía una gruesa y cuidada barba, que resaltaba aún más la gravedad de su corpulencia física. El padre de Ana pertenecía a una inmemorial saga de farmacéuticos locales y era propietario de la mayor red de boticas de la región. Sin embargo, ésa era sólo una pequeña parte de su verdadera fortuna, eficazmente invertida en acciones de prestigiosos laboratorios internacionales. Cada año, acudía con toda su familia a pasar el verano en una casa solariega situada en el pueblo que nos vio crecer. Fue así como conocí a su hija, cuando apenas teníamos cinco o seis años. Nunca podría agradecer suficientemente la acogida que aquellas buenas personas me habían dispensado, abriendo las puertas de su fastuosa mansión a un pobre huérfano involuntariamente predestinado al cultivo de la fresa. El patriarca de la familia se había ganado una merecida fama de contertulio afable y distendido, pues pertenecía a esa rara especie de hombres acaudalados que se comportan con la paradójica cercanía que en ocasiones proporciona un dinero tan antiguo como el ir a pie. A diferencia de los nuevos ricos, obsesionados con marcar

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diferencias con aquellos que en su día fueron sus iguales, don Patricio jamás había mostrado el menor interés por crear un cortafuegos que lo distanciara de la gente sencilla. Nunca se prodigó en los ambientes exclusivos de la ciudad, que anhelaban su presencia como la de ningún otro, pues siempre había detestado las actividades cuyo principal atractivo residía en su inaccesibilidad para las clases medias. De hecho, solía participar en los campeonatos de dominó que los viejos del pueblo organizaban cada mes de agosto, y era conocida su afición por ver los partidos de fútbol en el bar de la plaza. Vivía felizmente casado, con una hija maravillosa, disfrutando de los placeres de esta vida, sin que nada pudiera distraerle de aquel vocacional y sereno sentido del disfrute. Sin embargo, aquel día lo noté tenso, incluso violento. Aunque apenas conocía a Simón, se trataba de una situación sorprendente, pues el padre de Ana era un hombre acostumbrado a tratar con desconocidos. El hecho de que su visita tuviera como único motivo el cariño que me dispensaba personalmente a mí, no conseguía esclarecer la causa de su tirantez. Creo que todos nos asombramos con su gesto incómodo, como si no estuviera habituado a pisar un hospital. Quizás para romper el hielo, su mujer se adelantó para darme dos besos.

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—Buenos días, Íñigo. ¿Cómo se encuentra Simón? —Está mejorando, gracias. —No sabes lo preocupados que nos tenías. La próxima vez que te encuentres con problemas no dudes en llamarnos, a la hora que sea, por si podemos hacer algo para ayudar. Christina Einbeck vestía un delicado vestido claro, adornado con sobrios encajes que realzaban aún más las perfectas facciones de aquella mujer incomparable. Cada vez que la veía, un cúmulo de recuerdos infantiles se agolpaba irremediablemente en mi memoria. Su elegante dulzura me cautivó desde niño, y no sólo por tratarse de la única aristócrata a la que había tratado en toda mi vida, sino por el magnetismo hipnótico que irradiaba a los cuatro vientos aquel ángel convertido en mujer. Aún recuerdo aquellas calurosas tardes de verano en el vasto salón de su residencia de verano, presidido por un imponente retrato de Stephan Einbeck, conde de Prenzlau y abuelo de Ana. Ya entonces había llegado a mis oídos el oscuro rumor que difundían algunos lugareños sobre el pasado del difunto noble. No era extraño que la aparición de la aristócrata alemana en aquel pueblo agrícola y endogámico hubiera propiciado en su día algunas habladurías, pero

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en aquel caso se trataba de toda una leyenda negra sobre su familia, aportando como presunta prueba aquel misterioso cuadro. Efectivamente, el retrato del conde mostraba un desconchón sobre la solapa de su traje, y se murmuraba que había sido la mismísima Christina quien había raspado la tela para difuminar la insignia que delataba su pertenencia al partido nazi. Nunca creí aquellas habladurías. De hecho, la propia Ana me había relatado con detalle la persecución que padeció su abuelo por oponerse al régimen nacionalsocialista. Por el contrario, la imagen de aquella pintura me traía a la memoria sensaciones maravillosas. Recuerdo una enorme butaca orejera de capitoné, situada justo enfrente del lienzo, donde solía sentarme mientras madre e hija interpretaban deliciosas piezas para piano a cuatro manos. El sensible espíritu de Christina me abrió los ojos ante un nuevo universo de fascinación por la belleza, algo que mis tíos y mi hermano jamás podrían comprender. Todas las mañanas, antes del aperitivo, la señora Einbeck nos leía con su marcado acento germánico algunas novelas de Emilio Salgari, mientras Ana y yo nos mecíamos en el viejo balancín de la terraza. Solíamos cerrar los ojos, imaginándonos a nosotros mismos compartiendo aventuras con el Corsario Negro, surcando con su

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navío las cristalinas aguas del Caribe. Creo que jamás volveré a ser tan feliz. Hacía un par de años que la salud de Christina se había visto seriamente afectada por una vieja dolencia cardíaca mal curada. Había sufrido dos infartos consecutivos, lo que obligaba a su familia a protegerla de cualquier sobresalto que pudiera alterar su habitual estado de calma. Aun así, se había arriesgado a quebrar su serenidad acercándose hasta el hospital, sólo para consolar a este pobre estudiante que le debía tanto. —¿Quién es? —Son los señores Ortiz, que han venido a visitarte. El cuerpo de Simón abandonó la tensión que le había hecho incorporarse levemente, hundiéndose con pesadez sobre el colchón. Aunque el vendaje nos impedía ver su rostro, todos percibimos la decepción causada por la identidad de los recién llegados. Él quería ver a Charlie, y nadie le había dado una explicación satisfactoria que justificase una ausencia tan prolongada. Tras una visita eminentemente protocolaria, Ana y su familia se despidieron. Les acompañé hasta el final del pasillo, permaneciendo a su lado hasta que se cerraron las puertas del ascensor. En ese

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momento, aproveché aquella oportuna soledad para realizar una llamada imprescindible. —Dígame. —Buenos días, don Pedro. Soy Íñigo Cortázar. —¡Hombre, Íñigo! ¿Qué es de tu vida? —Verá, mi hermano ha sufrido un accidente. No es nada grave, aunque está ingresado en el hospital de la Inmaculada. Necesitaba pedirle un favor. —Lo que quieras. —Prefiero pedírselo en persona. ¿Cuándo podríamos vernos? —Pues mira: casualmente, hace unas semanas, el capellán del hospital me pidió que celebrase la misa de los sábados por la tarde en la capilla del centro. Es a las cinco. ¿Por qué no vienes y hablamos después? —Allí estaré. Le esperaré en la cafetería. Aguardé a que Simón se durmiera para bajar al restaurante a comer algo. Tuve que conformarme con un insufrible menú hospitalario a base de macarrones fríos, un pez de aspecto

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irreconocible y un plátano. Como ya eran casi las cuatro, me dispuse a esperar pacientemente la llegada del padre Arrúe tomando un café bien cargado. Tenía serias dificultades para mantenerme despierto, después de aquella agitada noche con mis amigos kosovares. Unos minutos antes de las cinco, apareció por la puerta la rechoncha figura de aquel viejo sacerdote. Me buscó con la mirada entre las mesas, y yo le facilité el trabajo saludando con la mano. Al verme, imprimió en su rostro aquella sonrisa bonachona que tanta falta me hacía en aquellos momentos. Me extrañó que don Pedro no estuviera al tanto del accidente, pues solía verse regularmente con Simón y con Charlie. Aunque se conocían desde siempre, su relación se fraguó cuando los dos inseparables amigos decidieron formar un grupo de rock varios años atrás. Mientras buscaban voluntarios para compartir aquella aventura musical, tuvieron la suerte de dar con Borja Mendoza en una concentración de coches personalizados. “Los tiptrónicos” ensayaban en el sótano del chalet de los padres de Borja, lo que le valió a éste el puesto de cantante solista de forma automática. Más tarde, su debilidad por las baladas acarameladas provocó fricciones con los gustos alternativos del resto de la banda, provocando la ruptura definitiva del proyecto. Por fin eran libres

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para tocar la música que les gustaba, tras años de sometimiento a las exigencias del capital, aunque se habían quedado sin un lugar donde hacerlo. A Simón se le ocurrió la idea de recurrir a un viejo conocido, el padre Arrúe, quien efectivamente les cedió unos bajos de la parroquia con la condición de amenizar la misa infantil del domingo con su guitarra y su bajo. Varios meses después mandaron a una discográfica su primera y única grabación, y todavía esperan la respuesta. Se hacían llamar “Los cabrones de Navarone”, un nombre no muy del gusto de párroco, que aun así mantuvo su compromiso de prestarles el local. —Buenas tardes, don Pedro. Cuánto tiempo sin verle… —Llego un poco tarde. Ya hablaremos después. El sacerdote salió a toda velocidad hacia la capilla, mirándome de reojo para comprobar si le seguía. Por fin, después de recorrer varios pasillos de la planta baja, llegamos a la sencilla iglesia del hospital. Apenas había media docena de personas esperando, casi todas de edad avanzada. La estancia ni siquiera ocupaba la mitad de espacio que la cafetería, con sus paredes inmaculadamente blancas sin ningún tipo de simbología religiosa. El lugar no rezumaba el más mínimo ambiente espiritual, decorado espartanamente con una

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sencilla cruz de madera y un pequeño sagrario de estética contemporánea. Don Pedro se dirigió directamente hacia la sacristía para vestirse, aunque a medio camino dio media vuelta para susurrarme algo. —¿Quieres ayudarme a misa? —No sé, hace tiempo que no hago de monaguillo. —Esto es como montar en bici: no se olvida. ¡Venga! Le acompañé hasta la minúscula sala donde se encontraba todo lo necesario para la celebración. La habitación estaba presidida por una pequeña escultura de María con el Niño, obra sin duda de un artesano poco habilidoso, teniendo en cuenta el aspecto hombruno de la figura. Si le hubiera añadido un poco de barba le habría quedado un perfecto San Cristóbal. Mientras observaba a don Pedro enfundándose una sencilla casulla verde, no pude evitar sumergirme en un sentimiento de añoranza. Quedé ensimismado recordando aquellos años de infancia en que todo era más sencillo, más cierto, más auténtico, aunque no fuéramos conscientes de ello y quisiéramos crecer a toda prisa. El sacerdote chasqueó los dedos para despertarme de aquella nostalgia y me hizo un guiño para que le siguiera.

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Hacía años que no observaba una misa desde el altar. En el colegio formaba parte del grupo de monaguillos, aunque desde aquella época había llovido demasiado. Tal y como esperaba, don Pedro seguía celebrando la eucaristía a la velocidad del rayo. Recuerdo que en cierta ocasión, a escondidas, logré cronometrarle: diecinueve minutos, todo un record. Aun así, aquella aparente prisa por acabar no respondía a un escaso interés por la liturgia, sino más bien a todo lo contrario. Me vino a la memoria el día que me comentó que las homilías inacabables solían serlo, precisamente, por no haber sido preparadas con esmero. Supongo que tenía razón. Una vez acabada la misa, acompañé al padre Arrúe para que se desvistiese en la sacristía. Después, volvió a la capilla para quedarse un instante rezando en un banco, mientras yo le esperaba junto a la puerta. Al cabo de unos pocos minutos, se acercó a mí, me cogió por el hombro y salimos hacia la cafetería. —¿Qué cuentas, Íñigo? —Pues pocas cosas buenas, la verdad… —¡Ya será menos! ¿Qué le ha pasado a Simón? Mientras pedíamos unos cortados en la barra del bar, intenté coger aire para explicar lo sucedido con serenidad a aquel buen hombre de

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salud delicada. No abrí la boca hasta que estuvimos ya sentados, lejos de los oídos de los camareros y el resto de clientes. —Es un asunto complicado. Ayer por la noche le estalló una pequeña bomba en la cara. Parece difícil de creer, pero la policía está segura de que es obra de Charlie. Le han detenido. —¿Qué me dices? Don Pedro apretó los puños sobre la mesa, haciendo temblar los dos cafés que habíamos pedido, como quien desea ahogar físicamente un dolor interno sin exteriorizarlo escandalosamente. Miraba hacia el suelo, profundamente dolido, con un gesto que delataba inequívocamente su deseo de evitar el llanto. —No me lo puedo creer… —Todavía no se lo he contado a Simón. No me atrevo. La verdad es que está teniendo una reacción bastante anormal. Parece muy tranquilo y en ningún momento ha mostrado el menor interés por la investigación. Por lo visto, Charlie le contó ayer su versión de lo sucedido, pero él no ha abierto la boca. No sé cómo se lo va a tomar. Lleva toda la mañana preguntando por él, y yo ya no sé qué decirle. —O sea, que quieres que se lo cuente yo.

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—Pues sí. —No te preocupes. ¿Se le puede visitar? —Sí. ¿Subimos ya? —Cuanto antes, mejor. De camino a la cuarta planta, fui comentando con el padre Arrúe los pormenores sobre la detención de Charlie. Cuando llegamos a la habitación, mi hermano parecía estar dormido, aunque se giró hacia nosotros nada más sentir el sonido de la puerta al cerrarse. Afortunadamente, el paciente de la cama contigua había sido trasladado, lo que nos permitiría disfrutar de una cierta intimidad. El sacerdote se sentó sobre el colchón, acercándose al enfermo para hablarle al oído con voz queda. —Buenas tardes, Simón. —Mmmmm. ¿Don Pedro? —Sí, soy yo. ¿Cómo estás? —Bueno… ¿Sabe algo de Charlie? —Verás, lo que tengo que decirte no te va a gustar… pero piensa que no tiene por qué significar nada definitivo. Esta mañana ha

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venido la policía, y se lo han llevado para hablar con él. Creen que podría tener algo que ver con lo que te ha pasado. Simón se agitó en su cama, dando un golpe seco sobre el colchón con su puño derecho. Respiraba agitadamente, mientras don Pedro acariciaba suavemente su brazo desnudo. Finalmente, pareció serenarse, y afirmó con rotundidad: —No fue él. —Puede que se equivoquen, claro, aunque parece que tienen muchas pruebas: las huellas de Charlie en la bomba, la compra de varios componentes por internet, el seguro de incendios que contrató hace poco… Saben que vuestro negocio iba muy mal, y que el dinero de la aseguradora podría arreglar la situación. —Le digo que no fue él. La confianza ciega de mi hermano en su mejor amigo resultaba conmovedora. Se había incorporado y defendía la honorabilidad de su compañero como un verdadero duelista. Sin embargo, su empecinamiento en negar la realidad comenzaba a exasperarme. Charlie le había destrozado la vida por cobrar una miserable indemnización fraudulenta, y aun así Simón se empeñaba en

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defenderlo a capa y espada. La tensión acumulada terminó por sobrepasarme, y acabé enfrentándome directamente a él. —Charlie manipuló los frenos de su coche, estrellándolo anteayer, para hacer más creíble una supuesta persecución contra vosotros. Los peritos han confirmado que cayó por el terraplén a diez kilómetros por hora, cuando tú y yo sabemos que Charlie no va a esa velocidad ni marcha atrás. Están las huellas, el registro de internet, el seguro de incendios, la cerradura sin forzar… ¿Quién sino él pudo haberlo hecho? —Fui yo.

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V Un reloj sin agujas

La fatiga de varios días durmiendo mal no fue suficiente para evitar que aquella noche apenas pudiera pegar ojo. Pasé varias horas dándole

vueltas

a

la

increíble

confesión

de

Simón.

Lamentablemente, todo cuadraba. Según nos comentó él mismo, hacía varios meses que seguía adictivamente un conocido programa televisivo de investigación criminal. Uno de sus episodios más recientes estuvo dedicado a un empresario norteamericano que había volado su propio negocio para cobrar la indemnización del seguro, aunque finalmente la trama fue descubierta por la policía. La conjunción temporal del empeño de Charlie por contratar un seguro de incendios, junto con la fallida reparación de la furgoneta de los kosovares, le concedía una oportunidad perfecta para intentar repetir el intento de aquel vendedor de coches de Carolina del Norte, pero esta vez sin cometer los garrafales errores que le habían llevado a prisión.

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Comenzó haciendo acopio del material necesario para llevar a cabo su plan, comprando los componentes imprescindibles para fabricar una pequeña bomba en una siniestra página de internet del sudeste asiático. Sin embargo, como más tarde se pudo comprobar, cometió un error infantil al pedir estos materiales desde el ordenador del propio taller. Probablemente estaba tan fascinado con su proyecto, que ni siquiera se le pasó por la cabeza la posibilidad de que alguien pusiera en duda la autoría de la explosión. El artefacto permaneció escondido en su oficina desde entonces. Hace un par de semanas, Charlie descubrió el dispositivo por casualidad y lo cogió con las manos, dejando sus huellas impresas en la superficie. Como era previsible, preguntó a su socio por el origen y naturaleza de aquel extraño aparato. Simón consiguió salir airoso del trance, argumentando que se trataba del complejo mecanismo de una nueva maqueta que estaba preparando. Después había que urdir un contexto que hiciera creíble la existencia de unos peligrosos enemigos acechando el negocio. El encontronazo con una banda de kosovares insatisfechos con su trabajo del taller suponía un prólogo inmejorable para su historia, aunque aquello no bastaba: se trataba de un suceso menor, con escasas probabilidades de ser demostrado objetivamente. Pensando

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cómo ornamentar el suceso, se le ocurrió la posibilidad de provocar algún incidente que añadir al historial de acoso presuntamente protagonizado por los delincuentes del Este. Así, un día, mientras Charlie compraba un soplete en un comercio cercano, manipuló toscamente los frenos del vehículo de su amigo para causarle un pequeño e inofensivo accidente. Confiaba en las buenas dotes de su compañero como piloto, sobradamente contrastadas en varias pruebas de rally amateur en las que había participado. De este modo, añadía verosimilitud a la conspiración kosovar, a la vez que liberaba a su socio de ser considerado sospechoso en caso de que el plan fuera descubierto por la policía. Finalmente, había que elegir el día en el que se representaría el último acto de aquella ópera incendiaria. Cuando aún no lo había decidido, la fiesta sorpresa del Albatros le concedió la ocasión propicia para concluir su maquinación. Decenas de personas compartirían con los dos amigos una noche de juerga continua, borrando el menor rastro de implicación directa. En medio de la celebración, salió del local argumentando un supuesto deseo de tomar el aire, sin desvelar a ningún invitado el lugar a donde iba. Condujo a toda velocidad hasta el polígono industrial, se encerró en el taller y se dispuso a colocar el dispositivo sobre el bidón de gasolina. Cuando cogió la bomba para activar el temporizador, el

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artefacto le estalló súbitamente entre las manos, desbaratando aquel plan teóricamente infalible. Afortunadamente, la deflagración se produjo a una distancia suficiente para evitar que el combustible almacenado en el depósito terminara calcinando toda la nave. Tras el fracaso, decidió callar a la espera de acontecimientos. Teniendo en cuenta que él era la única víctima del incidente, aún cabía la posibilidad de salir impune. No contaba con la detención de Charlie, una circunstancia inesperada que le obligó finalmente a reconocer la verdad sobre lo sucedido. ¿Qué podríamos hacer ahora? Simón había confesado unos hechos que cuadraban milimétricamente con la realidad. Además, pese a mis advertencias, había hecho llamar al inspector Fuentes para que acudiera al hospital a tomarle declaración oficial. El hecho de haber sido el único perjudicado por su acción probablemente atenuaría las secuelas penales ante un tribunal razonable, aunque no cabía la menor posibilidad de librarlo de la cárcel. En cierto modo, me alegré de que mis padres estuvieran ya muertos. Escuché el sonido de la ducha. Alguien se me había adelantado, aunque aquella mañana no me importaba lo más mínimo. Habría permanecido en la cama todo el día, a la vista del panorama familiar que se abría ante mis vidriosos ojos.

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Desayuné en silencio, solo, mientras la señora Carmen fregaba las tazas de los residentes que habían bajado a una hora razonable. Me movía con la parsimonia de un koala, como si intentara retrasar el momento de reencontrarme con mi hermano. Mientras oía sin escuchar los gritos del señor Francisco, cantando un gol desde la sala de estar, la galleta que había sumergido pausadamente en el café se partió en dos. El pedazo más grande regresó al interior de la taza, lanzando una generosa salpicadura sobre mi inmaculada camisa. Esta insignificancia, que habitualmente lograba ponerme de los nervios, paso ante mi mirada como un hecho ficticio, irreal, incapaz de generar en mi mente la menor reacción. Pero la vida debía continuar. O quizás no, pero el hecho es que lo hacía. A media mañana acudí a una entrevista de trabajo que había concertado con uno de los mejores bufetes de la ciudad. Aunque los alumnos del último curso aún no habíamos alcanzado la licenciatura, los despachos de abogados solían intentar captar lo antes posible a los estudiantes con mejor expediente académico, pujando en un juego de ofertas digno de la más exclusiva casa de subastas... o del zoco más marrullero. Durante aquella larga noche de vigilia decidí condicionar mi aceptación al compromiso de la firma de defender gratuitamente a Simón en el procedimiento legal que se presentaba ante él con tan malas perspectivas. Aunque sabía que reconocer a un

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hermano delincuente ante mis futuros colegas no era la mejor manera de presentarme en un bufete, fui incapaz de dejarlo tirado en aquellos críticos momentos: había sido un estúpido y un sinvergüenza, pero seguía siendo mi hermano. El despacho ocupaba toda una planta en un espectacular edificio del centro. El ascensor, de generosas dimensiones, daba acceso directo a un espléndido recibidor. Grandes paneles de madera de raíz recubrían unas paredes repletas de cuadros paisajísticos, cuya desmesurada acumulación otorgaba al lugar un cierto aire museístico. Sendos apliques dorados, colocados sobre las pinturas, iluminaban indirectamente la estancia, dejando la gran araña central para funciones meramente ornamentales. El suelo ajedrezado lucía unas relucientes losas de mármol blanco y negro, aunque la parte central se hallaba cubierta por una tupida alfombra con motivos florales, sobre la que descansaba una barroca mesa redonda de mármol verde. Me acerqué a un mostrador para presentarme. —Me llamo Íñigo Cortázar. Estoy citado con el señor Ybarra. Ignacio Ybarra era uno de los abogados más reputados de la ciudad. Su bufete tenía fama de exprimir a sus novatos, pero era el mejor destino posible para aprender rápidamente. Aunque aquel distinguido personaje era un individuo verdaderamente inaccesible,

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logré un encuentro con él gracias a mi destacado expediente académico y a su estrecha amistad con don Patricio Ortiz. Una atractiva joven, ataviada con un inmaculado traje chaqueta gris, me invitó a pasar a una gran sala de reuniones, repleta de lujosas estanterías con gruesos libros de jurisprudencia. A los pocos minutos, un hombre alto y de pelo canoso irrumpió en la habitación. Apenas pudo esbozar una sonrisa, indicando con su saludo que disponía de escaso tiempo para dedicarlo a un inexperto aprendiz. —Buenos días. Ignacio Ybarra. Usted debe de ser Íñigo Cortázar. —Efectivamente. Encantado. —Viene usted muy bien recomendado, especialmente por varios profesores de la Facultad. Debo reconocer que un expediente como el suyo no se ve todos los días. —Muchas gracias. —Creo que mis colaboradores le han ofrecido una propuesta de colaboración. ¿Qué opina? —No tengo nada que objetar, y estaría muy interesado en trabajar en este bufete. Sin embargo, tengo una petición de última hora que desearía trasmitirle.

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—Usted dirá. Percibí nerviosamente que mis manos comenzaban a sudar sin control, consciente de que aquella intervención podría poner en jaque todo mi futuro profesional. Tragué saliva y proseguí. —Tengo un hermano con graves quemaduras ingresado en el hospital. —No sabe usted cuánto lo siento. —El caso es que sus heridas han sido fruto de una explosión intencionada, y el inspector que lleva la investigación lo considera sospechoso. Había pensado que quizás el despacho podría hacerse cargo de su defensa mientras yo trabajase aquí. El señor Ybarra se mantuvo impertérrito, observando un gran ventanal por el que comenzaba a entrar la luz del mediodía. Permaneció en silencio unos instantes con ademán pensativo, como quien evalúa los pros y los contras ante un grave dilema cuya resolución no puede ser demorada por más tiempo. Finalmente se giró y me dijo mirándome a los ojos: —No hay ningún problema. La valentía que ha demostrado usted aquí me ratifica en mi intención de contratarle. No es habitual que

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un recién licenciado pretenda ingresar en este despacho con esa mochila a cuestas... pero me ha caído usted bien. No me defraude. —No lo haré. Muchas gracias, señor Ybarra. Se levantó de un salto verdaderamente meritorio para un hombre de su edad, y se fue disparado hacia la puerta. Mientras salía de la biblioteca, y sin siquiera girarse, me conminó: —No se vaya usted todavía. Le enviaré un experto para asesorarle sobre el asunto de su hermano. Hasta pronto. Tras comentar la situación con un tal señor Canales, todo un experto en cuestiones penales, acudí directamente al hospital con la intención de recabar la máxima información posible sobre el caso. Al llegar al pasillo de la cuarta planta, una vez más, me topé con el pequeño inspector Fuentes. —Buenos días, inspector. —Buenos días, señor Cortázar. ¿Cómo se encuentra? —Todavía no me lo puedo creer. ¿Han soltado ya a Charlie? —No. Todavía existen algunos extremos que no han quedado suficientemente acreditados, por lo que hemos decidido proceder con suma cautela.

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Las rebuscadas palabras del policía lograron infundirme un ánimo con el que no contaba a primera hora de la mañana. Parecía que aún habría alguna posibilidad de salvar a Simón. Aun así, tenía que aprovechar aquella charla con el inspector para lograr toda la documentación que estuviese dispuesto a proporcionarme. —Esta mañana he mantenido una entrevista en el despacho de abogados que se encargará de la defensa de mi hermano, y me han pedido que consiga toda la información que se halle a mi alcance. ¿Sería posible que me facilitara usted alguna copia del expediente? —¿Y por qué no lo hacen ellos mismos? Serán caraduras… —Es que yo mismo trabajaré en ese bufete a partir de julio. —Enhorabuena pues. Aunque esto no es muy ortodoxo, podría dejarle una copia del informe de los peritos, con la condición de que me lo devuelva en comisaría esta misma tarde. —Por supuesto. Muchísimas gracias. Entré en la habitación. Simón estaba incorporado, bebiendo un zumo a través de una pajita. Le acompañaba la tía Ángela. —Buenos días, Simón. Buenos días, tía. —Hola, Íñigo.

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—¿Cómo has pasado la noche? —Bueno… La hermana de nuestra difunta madre aprovechó aquel momento para salir a airearse un poco, y comer algo en la cafetería. Mientras tanto, mi hermano y yo fuimos repasando concienzudamente toda la declaración prestada ante el inspector, tal y como me había sugerido el abogado Canales, confrontándola con el informe pericial. Su narración era sumamente consistente, y las posibilidades de desdecirse verdaderamente limitadas. —Dime qué hiciste al llegar al taller. —Abrí la puerta, desconecté la alarma y subí a la oficina. Cogí la bomba y bajé al taller. —Y luego… —La activé. La forma de hablar de Simón carecía de toda frescura. Narraba lo sucedido como el adolescente díscolo que recita la tabla periódica de elementos. Pensé que quizás el sentimiento de culpa por haber arruinado su vida le hubiera robado la vivacidad que siempre le había caracterizado.

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—Pero los artificieros dicen que el artefacto explotó porque manipulaste el mecanismo del temporizador. ¿Cómo se te ocurrió meter las manazas en una bomba activada? —Pues… porque me di cuenta de que no funcionaba bien. —¿Cómo que no funcionaba bien? Aquellas respuestas facilonas empezaron a ponerme de los nervios. ¿Acaso no era consciente de que se estaba jugando varios años de prisión? ¿A qué venía asumir esa actitud apática, como quien contesta las preguntas de una encuesta telefónica? —¡Quiero que me digas por qué manipulaste el temporizador! —¡Ya te lo he dicho, porque no funcionaba! —¿Cómo supiste que no funcionaba? —¡El reloj no avanzaba! —¿Cómo supiste que no avanzaba? —¡Joder… porque el segundero no se movía! Un silencio sepulcral invadió la habitación. La violenta discusión se había cortado en seco, dejando mi rostro petrificado. No era capaz de articular palabra, y sentí como si el pulso se me hubiera parado.

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Aquellos eternos segundos quemaban mi alma, incapaz de asumir lo que acababa de descubrir. —No fuiste tú. —¡Claro que fui yo! —Según los peritos, el temporizador era digital y además no tenía reloj. Era un simple mecanismo de cuenta atrás oculto dentro de la bomba. Simón se recostó sobre la cama, de lado, apoyando la cabeza sobre sus manos unidas por las palmas. Con aquel silencioso gesto de darme la espalda, pretendía trasmitirme que no deseaba continuar aquella esclarecedora conversación. Pero yo no me di por vencido. —Pero… ¿qué has hecho? ¿Acaso te has vuelto loco? —Déjame en paz. —¿Te das cuenta del lío en que te has metido? —Jamás lo entenderías. —¿Pero tú qué te crees, que no tengo amigos? Aun así, hay que ser imbécil para cargar con las culpas de un delito del que has sido el principal perjudicado.

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Sin abandonar su postura, Simón suspiró levemente, como si admitiera que se había equivocado. Sin embargo, desde su punto de vista, el error no consistía en pretender asumir las responsabilidades de su amigo, sino en haberse mostrado tan torpe como para desbaratar su desinteresada inmolación a las primeras de cambio. —Mira, nada más ver la bomba sobre el bidón, supe que aquello era cosa de Charlie. Se había puesto muy pesado con lo del seguro, cuando él jamás había contratado ninguno voluntariamente. El negocio iba de mal en peor, y sólo un tonto como Charlie podía idear un plan tan estúpido. Como te conté al principio, yo había ido al taller para coger dinero. En cuanto vi el mecanismo intenté desconectarlo, pero no tenía ni idea de cómo funcionaba. Al menos, separando la bomba del depósito, evité un incendio en el polígono que podría haber matado a alguien. —¿Pero por qué te autoinculpaste? —¿Tú qué crees? Si procesaban a Charlie, el pobre no tendría ninguna posibilidad. Estaría perdido. Tiene antecedentes penales y ahora le juzgarían por provocar un incendio que causó graves quemaduras a una persona: a mí. En cambio, si yo me hacía responsable de todo… Siendo el único herido, pensé que podría salir bien parado en un juicio con jurado.

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—¡Pero no lo hiciste tú! —Ya te he dicho que no lo entenderías. Charlie es mi mejor amigo y lo que hizo, sin duda, lo hizo por los dos. Además, yo también soy responsable del fracaso del negocio. —Esto es de locos… Por primera vez durante aquel día, Simón se incorporó para hablarme con vehemencia. Temía por el futuro de su colega, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para salvarlo. —¡Íñigo, júrame que no dirás nada a la policía! —¿Cómo puedes pedirme eso? —¡Como hables con el inspector ese… olvídate de que tienes un hermano! —Intentaré no involucrar a Charlie, pero te aseguro que haré lo que esté en mi mano para evitar que vayas a prisión. Eso sí te lo puedo jurar. En ese preciso instante, Ana entró por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Afortunadamente, la tía Ángela no estaba presente para verla. Y es que, aunque aquel semblante era característico de la forma de ser de mi novia, seguro que la hermana de mi madre lo

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habría entendido como una muestra de insensibilidad, dadas las circunstancias. Tras regalarme un largo y silencioso beso, comenzó a hablar con el tono infantilmente ñoño que adoptaba cuando estaba eufórica, y que frecuentemente era motivo de mofa para algunos de mis amigos. —¡Hola a todos! Me he encontrado en el pasillo con el médico, y me ha dicho que viene para aquí con buenas noticias. No me ha querido aclarar de qué se trata, pero tampoco hay muchas posibilidades. ¿Verdad? Al instante entró el doctor Aguirre, sin apartar la vista de una carpeta blanca que llevaba entre sus manos, confirmando su inigualable capacidad para anunciar de la misma forma el feliz nacimiento de una sana criatura y la fatídica detección de un tumor cerebral inoperable. Se colocó a los pies de la cama e inició la conversación con el consabido preámbulo que todo el personal médico había aprendido últimamente de memoria, una especie de “Ave María Purísima” hospitalario. —Buenos días, señor Cortázar. ¿Cómo se encuentra hoy? —Bueno… mejor.

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—Creo que hoy mismo podremos quitarle el vendaje de la cara. Según las últimas pruebas, los ojos no están excesivamente dañados, aunque eso no podremos confirmarlo hasta esta tarde. —Muchas gracias, doctor. Ana y yo nos miramos exultantes, mientras la venda facial de Simón apenas disimulaba un rostro que lloraba de emoción. Aquello había que celebrarlo. Intenté aparcar mis preocupaciones por la situación legal de mi hermano, abandonándome al entusiasmo compartido por aquellas magníficas noticias. Sin que sirviese de precedente y con permiso de Simón, decidimos ir a comer a un restaurante japonés que acababan de inaugurar a una manzana del hospital. El local había sido eficazmente decorado con un estilo minimalista,

que

dotaba

al

comedor

de

una

atmósfera

diametralmente opuesta a los barrocos establecimientos chinos. Nada más sentarnos, una diminuta mujer de maneras refinadas nos ofreció un menú plastificado, cuyas numerosísimas fotografías lograron reducir sensible e instantáneamente mis ganas de comer. Mientras Ana parecía perder el juicio con aquella interminable lista de supuestos manjares orientales, mi sentido de la prudencia inclinó

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la balanza de mis peticiones en favor de los pescados identificables y una especie de croquetas de aspecto inofensivo. —Estoy como loca con la mejoría de Simón. ¿Qué vas a tomar? —Pues el salmón y los fritos estos… el 23 y el 79. —Buena elección: sashimi y korokke. Yo tengo claro el segundo, tonkatsu, y de primero… tendré que conformarme con el makizushi. Lástima que no tengan futomaki. —Es una verdadera pena… Hacía meses que no veía a Ana tan exultante. Me sentía ciertamente feliz al comprobar que las dos personas que más quería en este mundo, Ana y Simón, parecían haber hecho buenas migas. Era un hombre con suerte. —¿Sabes que hemos contratado a un nuevo jardinero? —Primera noticia. —Mamá tuvo que despedir al anterior, después de pillarle fisgando en su mesilla. —Qué extraño... Jamás lo habría imaginado.

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Nunca tuve excesivo trato con el señor Anselmo. Trabajaba en casa de los Ortiz desde que yo era niño, y siempre había dado muestras de ser un hombre honrado y leal. Quizás la tía Ángela tuviera razón cuando decía que no debíamos fiarnos de nadie. —Después de tantos años con nosotros, lo cierto es que a mamá le ha costado mucho prescindir de él, aunque no le ha denunciado ante la policía. Creo que este asunto le ha provocado sentimientos de culpabilidad. —¿Culpabilidad? No puedes dejar que ande por tu casa una persona que ha abusado de tu confianza. Eso son escrúpulos. —Ya sabes cómo es mamá… Lo cierto es que la he notado ansiosa por tranquilizar su conciencia. Quizás por ello pensó aprovechar la ocasión para hacer la buena acción del día, y ofrecer el puesto a una persona sin posibilidades. Se lo comentó a don Pedro Arrúe, y ha terminado contratando a un exdrogadicto en libertad condicional que había ido pidiendo trabajo a la parroquia. —¿Ya ha empezado? —Sí, se llama Mario. Tiene una pinta un poco siniestra, aunque siempre está en el jardín. No me parece mal: él se gana la vida, y mamá se encuentra mejor consigo misma.

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—Tu madre es fantástica. Creo que es la mejor persona que he conocido en mi vida: siempre pensando en la forma de ayudar a la gente… Solía aprovechar cualquier ocasión para alabar las cualidades de Christina en presencia de su hija. Siempre había pensado que Ana no apreciaba suficientemente la suerte de tener una madre como la señora Einbeck. —Por cierto, ¿qué vas a hacer esta tarde? —Pensaba ir con mamá a hacer algunas compras. ¿Por qué? —Verás: eres la única persona que puede quedarse con Simón. Yo tengo que ir a comisaría para devolverle al inspector Fuentes el informe de los peritos, mis tíos se acaban de marchar al pueblo, y don Pedro tiene una reunión de catequistas a primera hora de la tarde. ¿No podrías quedarte con él hasta que yo vuelva? Puede que le quiten la venda, y no quiero que se sienta solo. —Venga, vale… pero me debes una. —Te quiero. Nos despedimos en la puerta del restaurante, pues la comisaría se encontraba en dirección contraria al hospital. Las buenas noticias

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sobre la evolución de Simón habían levantado mi atormentado ánimo, y caminaba con la despreocupada alegría de quien se acaba de quitar un gran peso de encima. De pronto, una ráfaga de viento gélido golpeó mis mejillas. La sensación de frío me indujo instintivamente a frotar las palmas de mis manos para entrar en calor, percatándome al instante de que las tenía vacías. ¡Había olvidado el informe en la habitación de mi hermano! Lamentándome por el tiempo perdido, di media vuelta. Ya en el hospital, pulsé mecánicamente el botón del ascensor que me llevaría a la cuarta planta. Subí en compañía de un trabajador que empujaba un carro repleto de bandejas de comer vacías. En el pasillo se respiraba una tranquilidad poco habitual, probablemente debida a que en aquellos momentos gran parte de los enfermos estaría echando la siesta. La puerta de la habitación permanecía ajustada. Procuré abrirla lo más silenciosamente posible, intentando preservar el probable sueño de Simón. Aún conservo nítidamente grabada en mi memoria la imagen de aquel instante. Ana estaba tumbada encima de mi hermano, moviéndose agitadamente sobre su cuerpo. Ambos se besaban con violencia, aprovechando aquellos preciosos momentos de supuesta intimidad. Por lo visto, las enfermeras habían retirado las vendas de

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Simón al mediodía. Sin embargo, aún conservaba la gasa que protegía sus dedos, lo que no le impedía manosear el cuerpo de la que hasta entonces había sido mi novia. La pasión que mi hermano sentía por Ana era más fuerte que el dolor de sus quemaduras. Me quedé inmóvil, mudo, contemplando un espectáculo que abrasaba mis entrañas. Aquello no podía estar sucediendo. Ella se detuvo, al detectar instintivamente que alguien la observaba desde la puerta. Se giró hacia mí, desencajando su rostro con una expresión de dolor y vergüenza. —¡Íñigo! El cartapacio que contenía el informe policial aún reposaba sobre la cama contigua. Lo recogí sin levantar la mirada y me marché. Ana no tuvo el valor de seguirme por el pasillo, probablemente porque no sabría qué decir. Realmente, no había nada que decir. Salí del hospital, y un nuevo latigazo de aire frío sacudió mi rostro. Estaba ausente, como hipnotizado. Comencé a caminar hacia la comisaría, cuando escuché a mis espaldas la temblorosa voz de Ana llamándome desde la distancia. Lloraba desconsoladamente, embargada por la culpa y el miedo. —¿Qué quieres?

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—Lo siento. —¿Desde cuándo? —Tenemos que hablar. Cruzamos la calle, buscando refugio en una vieja cafetería cercana. Entramos en aquel sórdido establecimiento de los años cincuenta, cuya decoración probablemente no había sufrido la más mínima reforma desde el día de su inauguración. Un interminable espejo sin marco recorría la pared posterior a la barra, cubierto con escudos de diversos equipos de futbol y unos cuantos calendarios picantes amarilleados por el paso del tiempo. Al fondo se encontraba el camarero, un hombre gordo con camiseta de tirantes, viendo con desgana la reposición de una mediocre serie del oeste en un pequeño televisor. Había un único cliente, quemando apáticamente su sueldo en una máquina tragaperras situada junto a la puerta. Nos sentamos en una pequeña mesa y pedimos dos cortados. —Déjame que te lo explique. Forcé una sonrisa condescendiente sin abrir la boca. La quería con toda mi alma, y a pesar de lo que me había hecho, no pretendía hacerla sufrir inútilmente. Comenzó a hablar, con la voz entrecortada por el llanto recién apagado.

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—Hace tres o cuatro meses, no sé si te acuerdas, fuimos al Albatros a tomar unas cervezas con Simón. Tuviste que marcharte antes de lo previsto por aquel trabajo del grupo de Derecho Financiero que teníais que presentar urgentemente, y le pediste a tu hermano que me llevara al colegio mayor. No sé qué decirte… —No te he pedido que me expliques nada. El camarero se acercó con los cafés, mientras Ana recobraba su compostura secándose las lágrimas. La verdad es que no le veía ningún sentido a aquella incómoda conversación. —Íñigo, me duele verte sufrir, y no sé qué puedo hacer para arreglarlo. —Podías haberlo pensado hacer tres o cuatro meses. ¿Por qué no me dijiste nada? —Mira, tú sabes cuánto te quiero. No soportaba la idea de hacerte daño. —¿Y esta es tu idea de hacerme feliz? Bebí un sorbo del cortado, mirando hacia el infinito para no tener que verle la cara. Una vez comprobado el escaso éxito de sus lamentos, Ana abandonó su pose lastimera, desnudando los

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verdaderos motivos de su temor. Carraspeó para dar a su voz un timbre menos plañidero y prosiguió. —Hay otro problema. Tú conoces a mi padre y sabes que siempre ha tenido planes para mí. Él estaba muy ilusionado con lo nuestro y creo que no soportaría la idea de verme con un mecánico. Además, cada vez que sale el nombre de Simón en las comidas, no pierde oportunidad para criticarlo, diciendo que no quiere verlo en su casa ni en pintura. —O sea, que yo he sido para vosotros un medio para que os podáis seguir viendo sin peligro de preocupar al todopoderoso don Patricio. Muy bonito… —No ha sido así, y lo sabes. Aquello era el colmo. Por si engañarme con Simón no fuera suficiente, ahora aquella arpía necesitaba dejarme claro que lo grave de la situación era la posible reacción de su familia. —Sabéis lo que os digo: haced lo que os dé la gana, pero dejadme en paz durante una temporada. —¿Podrás guardar nuestro secreto?

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—Esto es increíble. Somos amigos desde hace casi veinte años ¿y me preguntas eso? Qué poco me conoces… Me levanté y pedí al camarero que me cobrara. Ana permaneció sentada, dedicándome una susurrante despedida cuando enfilé la barra para salir a la calle. Continué mi camino hacia la comisaría. El cuerpo apenas me respondía, entumecido, pues aquella conversación había terminado de dilapidar el idolatrado concepto que tenía de mi antigua novia. Aquella chica, por la que yo hubiera dado mi vida sin dudarlo, había decidido abandonarme en secreto por mi hermano, y al destaparse su relación sólo había sido capaz de preocuparse por el efecto que aquella aventura clandestina pudiera provocar en su padre. Por lo visto, la niña buena se había aburrido de su previsible novio formal, para echarse en los brazos del excitante chico malo. Aunque sonase tópico, el esquema parecía responder fielmente a lo sucedido. Ya me encontraba a medio trayecto, absorto en aquellos tormentosos pensamientos, cuando recordé que debía devolver un informe pericial que apenas había repasado. Afortunadamente, encontré en mi camino una papelería donde pude realizar una fotocopia del escrito, para poder entregársela al abogado Canales.

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Cuando ya casi había llegado a la comisaría, vi al inspector Fuentes a punto de cruzar una monumental puerta escoltada por dos policías. Hice un último esfuerzo por acelerar el paso, intentando alcanzarlo antes de que entrara en el edificio. —¡Inspector Fuentes! —Hombre, señor Cortázar. Me ha traído lo mío. —Aquí lo tiene. ¿Cómo va la investigación? —Esto se está poniendo interesante. Sabemos a ciencia cierta que la declaración de su hermano fue una simple cortina de humo para proteger a su socio. Las huellas del señor Muñoz no se corresponden con un contacto esporádico, puesto que aparecen en el mismísimo interior del artefacto. —¡Gracias a Dios! El policía hablaba atropelladamente, con una sonrisa malévola que evidenciaba el goce que le provocaba desenmarañar los casos complejos. Había mordido la presa, y ya no la soltaría hasta ponerla a buen recaudo. —Desde arriba quieren cerrar el asunto. No les parece un tema con la suficiente enjundia para mantener ocupados a varios agentes.

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No sé… yo no lo tengo tan claro. Ahora mismo voy a interrogar al señor Muñoz. Si quiere, nos vemos mañana y le comento cómo ha ido. —Perfecto. Le parece aquí mismo, a las diez. —Quedamos así. Relájese, hombre, que le veo muy derrotado. El inspector se adentró en la comisaría, decidido a desentrañar aquel turbio caso. La tensión que aquel policía me trasmitía cada vez que conversábamos logró hacerme olvidar por un instante la íntima traición que acababa de padecer, concediéndome unos minutos de anestesia emocional. La recobrada sensación de soledad trajo de nuevo a mi mente la imagen de Ana y Simón juntos en el hospital, devolviéndome aquella curiosa sensación que mezclaba el desgarro emocional y la parálisis mental. No sabía qué hacer ni a dónde ir. La absorbente relación con mi novia y las incontables horas dedicadas al estudio me habían convertido últimamente en una persona aislada, sin verdaderos amigos. Pensé en lo mucho que habría agradecido la compañía y el consuelo de un buen compañero para desahogar mis penas. Aun así, existía una persona capaz de comprender y compartir

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mi dolor, con la sabiduría y la experiencia que distinguen a un gran consejero de un simple colega. Saqué mi móvil y marqué el número. —Buenas tardes, don Pedro. Soy Íñigo. —¡Hombre! ¿Cómo está Simón? —Bien, bien… ¿Podríamos vernos? —Tengo una reunión a las cuatro, pero después estaré libre. —¿Qué tal le va que nos encontremos en la parroquia a las siete? —Hecho. Hasta luego. Después de pasear sin rumbo durante horas, tuve que volver sobre mis pasos para recoger el coche. Aquella mañana había conseguido aparcar justo enfrente del hospital, algo verdaderamente milagroso, especialmente teniendo en cuenta que el parking del centro sanitario había sido temporalmente clausurado por unas obras. La llegada del invierno había acortado los días, y el cielo comenzaba a perder su brillo poco después de comenzar la tarde. El penetrante frío provocó que acelerara el paso instintivamente, como si mi cuerpo hubiera decidido autónomamente entrar en calor sin supervisión cerebral consciente.

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De pronto, casi sin darme cuenta, me encontré junto a la puerta del área de urgencias. No pude evitar levantar mi mirada hacia la cuarta planta, preguntándome qué estaría pasando en aquellos momentos en la habitación de Simón. ¿Estarían abrazados? ¿Tal vez distantes por nuestro reciente e incómodo encuentro? ¿El sentimiento de culpa habría atenuado su pasión? ¿Sería posible que siguiesen besándose como si tal cosa? Aquellos mortificantes pensamientos se vieron súbitamente interrumpidos por la sirena de una ambulancia que intentaba acceder violentamente en el edificio. Tuve que dar un paso atrás para no ser atropellado por aquel desequilibrado conductor, empeñado en ampliar su desgraciada clientela. Arranqué el coche y me dirigí a la iglesia de San Maximilano Kolbe. La parroquia de don Pedro ocupaba un edificio moderno, recientemente construido en un barrio residencial de nueva ocupación. Visto desde fuera, de no ser por la cruz y la campana que coronaban la construcción, cualquiera habría jurado que se trataba de un polideportivo. Aquel templo desangelado confirmaba mi teoría sobre el escaso éxito de la arquitectura contemporánea a la hora de diseñar edificios que sugirieran pensamientos o actitudes espirituales. Al traspasar la puerta principal, la visión de la nave no invitaba a elevar el alma hacia realidades trascendentes, sino a sacar una pala para jugar al frontón. Aunque había visitado notables

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excepciones que descartaban la imposibilidad absoluta de idear iglesias modernas que invitaran al recogimiento, lo cierto es que se trataba de casos verdaderamente puntuales. Mientras avanzaba por el pasillo central, vi a mi querido párroco saliendo apresuradamente de la sacristía. Vestía ropa de calle, con ese inconfundible estilo que algunos sacerdotes desarrollan involuntariamente con el que resultan aún más identificables que si llevaran sotana. —Buenas noches, don Pedro. —¡Hombre, Íñigo! Vamos a mi despacho. Atravesando una puerta lateral, nos dirigimos a la zona donde se encontraban los locales parroquiales y la vivienda del padre Arrúe. Allí estaba la sala en la que, durante años, había tocado el estruendoso grupo de Simón y Charlie. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que, con toda probabilidad, mi hermano jamás podría volver a tocar un acorde con su guitarra. —¿Cómo está Simón? —Mejor. —Pues tú dirás.

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—Esto no es fácil de decir… Esta tarde he sorprendido a mi hermano besándose con Ana. Un gesto de dolor sincero marcó los rasgos de aquel veterano sacerdote. Él era capaz de percibir la intensidad de mi tormento, y aun así no quiso rehuir el sufrimiento derivado de compartir conmigo aquel instante terrible. Pudo haber recurrido a estrategias simplonas que minusvalorasen mi desconsuelo, relativizando la trascendencia de aquella lacerante traición. Pero don Pedro era un hombre honesto y valiente, poco aficionado a dar insustanciales palmaditas en la espalda. —¿Y tú qué piensas? —No lo sé. La rabia me come por dentro, aunque jamás sería capaz de llegar a odiarlos. Mi hermano siempre será mi hermano, y Ana siempre será Ana. —No pienses que pretendo colarte un consuelo barato, pero quizás haya sido bueno que esto sucediera. Puede que Ana no sea la mujer que te conviene. Ya sabes que soy bastante providencialista. Me lo has escuchado muchas veces. —Y usted sabe que yo no lo soy. Perdone, no se lo tome a mal. Su

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Dios parece comportarse como el perfecto director de un internado, empeñado en conseguir que los niños a su cargo terminen siendo personas felices y decentes. Para ello, ejerce una vigilancia permanente, corrigiendo razonablemente sus errores, aunque la falta de perspectiva de los pequeños pueda llevarles a pensar que estos métodos son a veces brutales. En ocasiones, concede ciertas compensaciones a lo largo del curso, para alegrar las vidas de esos chicos con algunas dosis de diversión intrascendente. No faltan alumnos que, de vez en cuando, intentan lograr algún privilegio a base de adular reiteradamente al director, lo que en ocasiones incluso tiene sus frutos. Lamentablemente, también hay veces en que el profesor se ve obligado a endurecer las condiciones de vida de esos chavales, siempre pensando en su bien, aunque ellos no lo puedan comprender. Lo siento, me cuesta creer en un Dios tan antropomórfico que interviene en nuestras vidas de un modo tan directo, inmediato y evidente... —Hablas como si yo creyera en una especie de adiestrador de mascotas. —Lo siento, no he querido ofenderle. Probablemente me haya expresado mal. Es que no tengo otra forma de explicarme.

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Don Pedro esbozó una sonrisa cargada de cariño. Era un cura comprensivo, incapaz de escandalizarse, que conocía de sobra mi respeto por su forma de ver las cosas. Sabía, a ciencia cierta, que jamás osaría ofenderle a propósito. —Tranquilo, no pasa nada. Además, puede que tengas parte de razón. —Creo que mi idea de Dios ha cambiado durante los últimos meses. Se parecería al responsable de una orden religiosa, que envía a un sacerdote recién ordenado a una misión en la jungla. Ha puesto en sus manos todos los resortes necesarios para salir adelante, aunque deberá confiar en su buen juicio para realizar su labor. Existe cierta posibilidad de comunicación, aunque suele ser dificultosa y distanciada en el tiempo. El misionero se siente habitualmente solo. Sabe que la responsabilidad de lo que haga es exclusivamente suya, y es consciente de lo poco que puede esperar en esos momentos de su mentor a miles de kilómetros de distancia. Su único recurso es poner en práctica todo aquello que le infundió antes de emprender la marcha, y pensar en lo que haría él de estar en su lugar. Aun así, ese tipo de pensamientos no suelen atenuar su sentimiento de desamparo. —¿Nunca pides nada a Dios?

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—Sí, pero lo hago como un niño, recién despertado, que le dice a su madre que no quiere ir al colegio, que quiere seguir en la cama. Sabe perfectamente que su madre le hará ir a la escuela, sin duda. No todas las palabras con forma de ruego lo son en sentido estricto. Más bien, deberíamos considerarlas una forma ingenua de transmitir un sentimiento de rebelión ante lo negativo que nos depara la vida. Creo que es eso, y nada más que eso. Permanecimos en silencio. Yo miraba al suelo, aunque de vez en cuando levantaba la vista para observar el ademán apenado del padre Arrúe. El sentía mi aflicción, y yo me alegraba de contar con su cercanía en este trance. —No sé qué decirte… Nada de lo que pueda sugerirte podrá consolarte en este momento. El dolor es el dolor. Piensa que estás sufriendo un proceso de duelo. No hay más remedio que pasarlo. —Ya lo sé. Sólo necesitaba a alguien con quien hablar. ¿Le importa que me quede a dormir aquí? —Tú mismo. ¿Quieres cenar algo? —No, gracias. Dudo que me sentase bien.

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Ya habían sido varias las veces que había dormido en aquel destartalado sofá de eskay marrón. Mis huesos conocieron aquellos muelles en la casa cural de la antigua parroquia del padre Arrúe, en una barriada del norte de la ciudad, desde donde lo trajo a su nuevo destino. Me arropé con una vieja manta de cuadros, mientras don Pedro cenaba un poco de fruta en la cocina. Apagué la luz de la sala de estar, mientras intentaba ordenar mis pensamientos en silencio. La calma que invadía aquella espartana vivienda me permitía escuchar nítidamente el sonido de un poco afilado cuchillo cortando y separando los trozos de una manzana. No necesitaba palabras sino compañía, y él lo sabía. Aun así, me sería imposible conciliar el sueño si no lograba dejar la mente en blanco, pues el solo recuerdo de la habitación del hospital conseguía disparar mi ritmo cardíaco sin remedio. No iba a solucionar nada martirizándome toda la noche, así que decidí posponer para la mañana siguiente cualquier decisión que afectase a mi futuro. —Buenas noches, Íñigo. —Buenas noches, don Pedro.

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—No te tortures y procura descansar. Seguro que mañana te sientes mejor, créeme.

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VI El amigo invisible

Aquella mañana, la bruma que nos había envuelto durante los últimos días parecía haberse disipado, dejando paso a un sol radiante que apenas mitigaba el frío invernal. Me despertó el agudo sonido del microondas, anunciando que ya estaba lista la leche que don Pedro había puesto a calentar. Mientras intentaba recordar el motivo por el que había dormido allí, la evocación de la traición golpeó mi alma con toda su crudeza. Aun así, logré reunir fuerzas para iniciar un día del que, sinceramente, no esperaba nada positivo. Todavía era muy temprano, lo que me permitiría volver a la pensión para adecentarme antes de mi entrevista con el inspector Fuentes. Abandoné el complejo parroquial y me encaminé hacia mi coche. Aunque el calor del sol había elevado la temperatura por encima de los cero grados, una fina capa de hielo cubría aún el parabrisas, después de una noche verdaderamente gélida. Volví sobre mis pasos, para solicitar a don Pedro un gran vaso de plástico con agua caliente. Al regresar, observé al dueño del vehículo contiguo afanándose en

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limpiar su cristal con una rasqueta. Decidí usar la mitad del líquido en mi coche, ofreciendo el resto a aquel hombre de mediana edad que se sorprendió con mi iniciativa. Inicialmente, me dedicó una mueca de incredulidad, como si echar agua sobre un parabrisas helado fuera una ocurrencia de un trastornado. Aun así, me permitió verter el contenido del vaso sobre el vidrio, maravillándose de la velocidad a la que desaparecía aquella costra de hielo aparentemente irrompible. El motor de mi vetusto vehículo arrancó a la primera. Me puse en marcha hacia la pensión, con cuidado de no patinar sobre el resbaladizo asfalto cubierto de escarcha. Según me acercaba al viejo caserón, me percaté de la probable regañina que me esperaría al llegar: había vuelo a desaparecer sin avisar. Recé para que mi casera tuviera otras cosas más importantes en las que pensar. —Buenos días, señora Carmen. Como era de prever, la patrona no estaba de buenas pulgas. Nada más percatarse de mi presencia, abandonó la cocina como una exhalación en dirección al recibidor, desatando nerviosamente su viejo delantal raído. —¿Cómo le tengo que decir que avise cuando no vaya a venir?

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—Lo siento. No volverá a ocurrir. —Eso espero. Ya eran más de las nueve, por lo que debía darme prisa si no quería llegar tarde a la comisaría. Me di una ducha rápida, cogí la primera ropa limpia que encontré a mano, y salí disparado hacia la calle. Mientras atravesaba el vestíbulo, mis oídos percibieron las primeras notas de la Marsellesa, que aparentemente procedían de la salita. Al asomarme, pude ver al señor Francisco concienzudamente apoltronado en su butaca, dispuesto a disfrutar de un partido de la copa Davis. —Hasta luego, señor Francisco. —Mmmmm. Llegué apenas cinco minutos tarde. Aun así, el gesto del inspector Fuentes destilaba una impaciencia explosiva. Mientras intentaba aparcar, pude observar cómo daba pequeñas vueltas sobre sí mismo, junto al banco en el que nos habíamos citado. Mantenía las manos entrelazadas a la espalda y no dejaba de resoplar. —Buenos días, inspector. —Buenos días, señor Cortázar. ¿No tiene usted reloj?

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—Lo siento mucho. ¿Cómo fue el interrogatorio? —Bueno… al principio, el socio de su hermano se dedicó a negarlo absolutamente todo, como era de esperar. Incluso siguió en sus trece cuando le mostramos sus huellas en el interior del artefacto. —Y ahora ¿qué piensan hacer? El pequeño policía abandonó la tensión acumulada durante la espera, esbozando con los labios su característica sonrisa perversa. En ningún momento intentaba ocultar el íntimo deleite producido por aquel tipo de situaciones. Una vez más, demostraba su capacidad sobrada para desentrañar las tramas urdidas por unos delincuentes que injustificadamente se creían más listos que él. Inició su exposición con tono paternalista, como esos directores de oficina bancaria que cogen aires de catedrático cuando explican a un jubilado poco versado en matemáticas cómo se calculan los intereses y las comisiones de su libreta de ahorros. —Verá: los restos hallados junto a la deflagración indican que el detonante contenía, entre otros componentes, una sustancia sumamente difícil de conseguir en nuestro país. Ese producto no se vende ni siquiera por internet. Cuando se lo comenté al señor Muñoz se puso verdaderamente nervioso. Aguantó unos segundos en

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silencio, pero al final decidió confesarlo todo, reconociendo ser el único responsable de lo sucedido. Dijo que intentó cobrar el seguro para reflotar

el negocio,

con la

mala

suerte

de herir

involuntariamente a su socio. —Pues ya está todo claro, ¿no? El inspector me dedicó una mirada condescendiente, intentando dejar patente que siempre me había considerado un pardillo de primera. —Parece que hay que explicárselo todo… Como le he dicho, esta sustancia

sólo se

encuentra

al alcance

de

determinados

profesionales, entre los cuales no está precisamente el gremio de los mecánicos. Este dato sugiere la participación de algún cómplice. —¿Está usted seguro? —Ojala me dieran un euro por cada delincuente que he interrogado… Estoy acostumbrado a tratar con este tipo de gentuza, dicho sea con todos mis respetos, y jamás habría imaginado que un tipejo como Carlos Muñoz se viniera abajo a las primeras de cambio. Está protegiendo a alguien más, créame, y le tiene mucho miedo.

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Todas aquellas cábalas sobre un posible compinche me dejaban bastante frío. Mientras el inspector Fuentes se relamía elucubrando sobre una posible trama de tráfico de explosivos, lo cierto es que a mí me resultaba indiferente el modo en que Charlie hubiese adquirido el detonante. —¿Tiene algún sospechoso? —Pues sí, pero no se lo puedo decir. Pero tranquilo, no se impaciente: dentro de poco se hará público. De hecho, ahora mismo voy a detenerlo. Mire, aquí llega mi coche. En ese momento, un vehículo de la policía se detuvo ante nosotros. El inspector se sentó en el asiento trasero, cerró la puerta y bajó la ventanilla para despedirse. —Le mantendré informado. Después de saludarme con su mano derecha, se giró hacia el uniformado que conducía el automóvil para indicarle la dirección a la que debían acudir. Mientras levantaba el cristal, pude escuchar nítidamente su destino. —Al número 34 del paseo de Colón. Rápido.

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No podía ser cierto. Era la casa de Ana. Mientras mi mente intentaba unir cabos frenéticamente, recordé su comentario sobre el nuevo jardinero contratado por su madre. Según me dijo, se trataba de un antiguo delincuente en proceso de desintoxicación. Desde luego, aquella ciudad era un pañuelo. Aún estaba en ayunas, así que me acerque al Negresco, una estupenda cafetería situada a escasos cien metros de la comisaría. A diferencia del tugurio en el que Ana había querido encubrir su aventura la tarde anterior, aquel establecimiento acababa de ser inaugurado pocas semanas atrás y lucía el aspecto de una verdadera boutique. Un tentador aparador de cristal protegía una variedad interminable de tartas y bollos, intensificando mi sensación de hambre por momentos. Ya era casi media mañana, y pensé que había llegado el momento de darme alguna alegría gastronómica. Después de todo, llevaba más de veinte horas sin probar un mísero bocado. Tomé uno de los muchos periódicos que se hallaban a disposición de los clientes y me acerqué al mostrador. Después de vacilar unos segundos, pedí un sándwich vegetal, un bocadillo de jamón y queso caliente, y una cerveza sin alcohol. Me atendió una joven de unos veinte años, pelo rubio y sonrisa inocente. Algo me decía que aquella chica no me era completamente desconocida, aunque fui incapaz de

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situarla. Ella también me miraba con curiosidad, aunque mi tradicional timidez impidió el inicio de ninguna conversación. Tenía unos rasgos bonitos, sin ser espectaculares, y trasmitía la impresión de no haber roto jamás un plato. Me sorprendió verme a mí mismo fijando la atención en una chica asombrosamente parecida a mi antigua novia, aunque en este caso el pelo fuera evidentemente teñido. Siempre había sentido debilidad por las rubias de gesto cándido, quizás por haber idealizado a Ana y a su madre desde que era niño. En cualquier caso, disfruté de aquel momento rebosante de sensualidad y desquite, después de muchos años sintiéndome culpable cada vez que me fijaba en una chica que no fuera la propia Ana. Me senté junto a la cristalera que daba a la calle, para gozar así de una despejada vista sobre el antiguo convento que actualmente acogía la comisaría de policía. Pese a la fruición con la que devoraba los bocadillos, pude aprovechar aquel momento de descanso para leer tranquilamente el periódico de punta a cabo. Mientras intentaba asumir el desolador panorama económico que los organismos internacionales auguraban para nuestro país, vi de reojo la figura de don Ignacio Ybarra avanzando por la acera. Instintivamente golpeé

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el cristal con los nudillos para llamar su atención. Cuando se giró, pensé más reflexivamente que había sido presuntuoso por mi parte creer que aquel anciano abogado se acordaría de mí, después de aquellos escasos cinco minutos de entrevista en el bufete. Evidentemente, había minusvalorado las cualidades fisionomistas de mi futuro jefe, quien me saludó de inmediato con una media sonrisa cargada de preocupación. Le hice una seña para que entrara. —Buenos días, don Ignacio. —¿Cómo está usted, señor Cortázar? —¿Quiere que le pida una café? —No gracias, acabo de tomar uno. Además, voy mal de tiempo. Su semblante indicaba una inquietud interior a punto de aflorar. Era difícil no percatarse del inconfundible gesto de dolor anímico que cubría su rostro, evidenciando lo incómodo de aquella situación. —Verá, señor Cortázar, creo que debo contárselo. Vengo a la comisaría para asesorar a un detenido. Está acusado de complicidad en la explosión que hirió a su hermano. El mundo era un lugar repleto de gente maravillosa. Don Patricio, preocupado por el futuro de su nuevo jardinero, había recurrido a los

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servicios de su prestigioso abogado, y éste, toda una eminencia en el mundo del derecho, había aceptado acudir a los calabozos para asesorar a un vulgar delincuente callejero. —Creo que se llama Mario. Ana me comentó que era el nuevo jardinero y que no era muy de fiar. —No, señor Cortázar. Han detenido a don Patricio Ortiz. El mundo se abrió bajo mis pies. Una sensación de vértigo invadió mi alma, echando por tierra décadas de admiración filial por el padre de Ana. Aquello era una locura. ¿Qué interés podría tener don Patricio en volar el negocio de mi hermano? Tras un embarazoso silencio, el señor Ybarra se despidió con cortesía, saliendo velozmente por la puerta del establecimiento. Mientras intentaba cruzar el paso de cebra que le separaba de la puerta de la comisaría, el vehículo policial del inspector Fuentes apareció por la izquierda de la calle con la sirena a todo volumen. En el asiento trasero pude intuir la silueta cabizbaja de don Patricio, escoltado por los dos gorilas que había conocido en el hospital. Aquello iba en serio. Decidí montar guardia desde la cafetería, a la espera de nuevas noticias.

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Una hora más tarde, pude ver al padre de Ana abandonando el antiguo convento, a pie, acompañado por el señor Ybarra. Suspiré lentamente, aliviado, al confirmarse que la detención de don Patricio había sido fruto de un error. Aun así, decidí permanecer en mi puesto de vigilancia, convencido de la vergüenza que habría provocado a mi mentor si le hubiera obligado a devolver mi saludo en un trance semejante. Pocos minutos después, el inspector Fuentes apareció por la misma puerta con cara de pocos amigos. Salí a toda prisa de la cafetería para cazarlo antes de perderlo de vista. —¿Cómo va todo, inspector? —Calle, calle… —Me he enterado de que el señor Ortiz era el supuesto cómplice del que me habló. Sin embargo, acabo de ver que lo han soltado. ¿Qué ha pasado? —Ha sido él, no tengo la menor duda. Pero ha aparecido aquí su puñetero abogado de mil euros la hora, y nos ha obligado a dejarlo marchar. ¡Vaya bronca me han echado los de arriba! Maldito picapleitos…

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—Si lo han tenido que soltar, por algo será ¿no? El rostro del investigador adquirió súbitamente un tono rojo asalmonado, imitando las capacidades cutáneas de un camaleón. Mi comentario había sonado excesivamente ofensivo, y la ira acumulada amenazaba con reventar sus globos oculares. —No me toque usted también las narices... En primer lugar, la sustancia de la que le hablé sólo ha sido adquirida en una ocasión, en toda la ciudad, durante los últimos seis meses. ¿Sabe quién la pidió? La farmacia de la calle Cervantes, propiedad del señor Ortiz. En segundo lugar, unos días antes de la explosión, el señor Muñoz ingresó en su cuenta 12.000 euros de origen desconocido. ¿Sabe quién sacó por ventanilla una cantidad exactamente igual ese mismo día? El señor Ortiz. En tercer lugar, hemos revisado el listado de llamadas del señor Muñoz correspondiente a los últimos días. ¿Sabe con qué teléfono se comunicó siete veces durante la semana anterior al accidente? Con el móvil del señor Ortiz. ¿No le parecen muchas coincidencias? —¿Y cómo han dejado que se vaya? —Su abogado tiene explicaciones para todo. Han conseguido que una farmacéutica en prácticas, una tal Maribel Alonso, reconozca

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que fue ella quien pidió la sustancia para su tesis doctoral. Además, quieren convencernos de que las llamadas y el dinero se deben a un supuesto interés del señor Ortiz por cambiar el aspecto de su coche particular en el local de Carlos Muñoz. ¿Quién se va a creer que un ricachón de sesenta años va a tunear un Jaguar nuevo de cien mil euros en un taller de mala muerte? El derrotado policía se quedó pensativo, dedicando una descorazonada mirada a las escasas nubes que poblaban aquel cielo de mediodía. Sabía que tenía razón, pero desconocía el modo de probarlo. Me miró con semblante desalentado y prosiguió. —El problema es que todo resulta circunstancial. Nuestro sospechoso está muy bien relacionado, y la fiscalía no ha mostrado el más mínimo interés por seguir indagando. Hace unos minutos me acaban de rechazar una solicitud de registro en su domicilio. Bueno… ya conocemos a estos jueces tiquismiquis. De hecho, el historial de nuestra unidad tiene menos registros que los actores de Star Trek. Además, nos falta un móvil, una causa, una motivación... No creo que haya nada que hacer. —Desde luego, es difícil de comprender. ¿Para qué iba a volar don Patricio el taller de Simón?

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—Quizás no sea ésa la pregunta correcta. Pruebe con ésta: ¿por qué querría el señor Ortiz matar a su hermano? Aquel interrogante atravesó mi corazón como una lanza incandescente. El inspector Fuentes no podía conocer qué oculta razón podría tener don Patricio para acabar con mi hermano… pero yo sí: aquel mecánico de extrarradio había embaucado a su única hija, alejándola de un prometedor abogado capaz de proporcionarle un futuro acomodado. ¿Sería capaz don Patricio de asesinar a alguien para preservar el estatus de su hija? Era difícil de creer. El padre de Ana siempre se había caracterizado por su talante abierto y su carencia de prejuicios. Tenía amigos de cualquier posición, aunque ello no significaba necesariamente que admitiera con la misma alegría un yerno semianalfabeto. En ese instante, sonó el móvil del inspector. Atendió la llamada, que parecía proceder de la propia comisaría. Durante la conversación, algo sorpresivo hizo que me mirara con los ojos como platos. Colgó inmediatamente. —Lo que faltaba. —¿Qué ha pasado?

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—Por lo visto, durante el interrogatorio, algún yonki ha asaltado el estudio que el señor Ortiz tiene instalado en el antiguo invernadero de su jardín. Afortunadamente nadie ha resultado herido, aunque le han sustraído un talonario de recetas. Adivine: nadie ha visto nada. Tengo que ir para allí inmediatamente. Ya le llamaré. Me dirigí al coche, aparcado a pocos metros de allí, rumiando el cúmulo de datos y sospechas que aquella conversación había introducido en mi atestada mente. Conduje lentamente hasta la pensión, con la inocente intención de echar una pequeña siesta que reparara una larga noche de sofá. Al llegar a la casa, vi un pequeño paquete colocado sobre los peldaños que daban acceso a la puerta de entrada. Lo palpé con las manos, intentando averiguar de qué se trataba. Era un sobre acolchado, grueso, de los que suelen utilizar los servicios de mensajería para enviar documentación o pequeños objetos. En el frontal, una única mención aparecía escrita con rotulador negro: “PARA ÍÑIGO CORTÁZAR”. —Hola, señora Carmen. —¡Vaya! Por fi n se digna a aparecer un día para comer. Ya empezaba a pensar que odiaba mis recetas…

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—Lo siento, ya he tomado algo. Estaré en mi habitación. Subí las escaleras, observando con curiosidad aquel misterioso paquete. Entré en el dormitorio y me senté sobre la cama. Abrí el sobre, utilizando un bolígrafo a modo de abrecartas. En su interior se ocultaba un pequeño bote cilíndrico de plástico, dentro de una bolsita sellada y transparente. Justo antes de abrirla, descubrí en el fondo una hoja escrita a máquina con letras mayúsculas. “ESTIMADO

SEÑOR

CORTÁZAR:

ESTE

ENVASE

CONTIENE LAS HUELLAS DACTILARES DEL SEÑOR ORTIZ, Y DEMUESTRA SU IMPLICACIÓN EN EL ATAQUE SUFRIDO POR SU HERMANO. UN AMIGO.” Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Alguien que yo conocía me había hecho llegar una prueba inculpatoria, contra el padre de mi antigua novia, por el intento de asesinato de mi hermano. ¿Cuál sería la identidad de aquel siniestro amigo? ¿Por qué no entregaba él mismo la prueba a la policía? ¿Sería cierto que don Patricio había querido asesinar a Simón? ¿Tendría algo que ver aquel descubrimiento con el robo en la casa de los Ortiz?

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Volví a guardar el contenido dentro del sobre y salí a toda prisa hacia mi coche. Metí el paquete en la guantera y puse rumbo a la casa de la única persona que tenía todas las respuestas. Según me iba acercando, pude volver a disfrutar de la espectacular imagen de la residencia de invierno de los Ortiz. Se trataba de un magnífico palacio situado en uno de los paseos más exclusivos de la ciudad, una zona privilegiada donde las grandes fortunas locales habían levantado sus villas modernistas y mansiones de estilo indiano. Dos filas de inmensos plataneros recorrían la espaciosa acera central, proyectando una sombra que resultaba deliciosa para combatir el bochorno estival, pero que acentuaba aún más el gélido ambiente de aquellos días. El perímetro de la finca se hallaba protegido por una alambicada verja negra, cuya parte superior lucía unas terminaciones doradas en forma de lanza para disuadir a los cacos. Tras el cuidado jardín delantero, el visitante quedaba maravillado ante aquel imponente edificio ecléctico, recubierto con una piel de piedra profusamente labrada. Aunque aquella joya arquitectónica se había levantado hacía más de un siglo, los miembros de la saga Ortiz no era sus primeros moradores. Don Patricio la había comprado dos décadas atrás, pocos meses después de casarse, tras cerrar una sustanciosa

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operación en bolsa. Fue Christina la encargada de supervisar su reforma y decoración con un gusto exquisito. La sobrecargada fachada, repleta de una densa ornamentación barroca, intimidaba a los invitados primerizos nada más llegar. Todo parecía indicar que el encargo fundamental que recibió el arquitecto fue dejar meridianamente claro el estatus social y económico de los propietarios de la casa. Aparentemente, el inspector Fuentes ya se había marchado. La puerta que daba acceso al pequeño jardín delantero permanecía entreabierta, así que decidí entrar sin pulsar el timbre exterior. Posiblemente, la pareja de manazas que acompañaba al investigador había olvidado cerrarla al salir, y el servicio no se había percatado de dicha circunstancia. Un inmaculado seto de unos dos metros de altura evitaba que los forasteros accedieran visualmente al resto de la finca desde el paseo. Para poder atisbar algo más que la fachada, era imprescindible introducirse en el jardín posterior desde el interior del mismo edificio. Subí los peldaños de piedra blanca que daban acceso al porche de entrada, y llamé a la puerta principal. Me abrió un hombre desconocido, flaco y de tez morena. Supuse que se trataba de Mario, el nuevo jardinero.

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—Buenos días, soy Íñigo Cortázar. Quería ver al señor Ortiz. —Sígame, por favor. El enigmático empleado me acompañó hasta el comedor de verano, una gran estancia acristalada que usaban los Ortiz para tomar el aperitivo o almorzar algunos días de buen tiempo. La verdad es que nunca entendí cómo se podía tener un comedor de verano en una residencia de invierno, aunque jamás me atreví a comentarlo. El imprudente Mario abrió las puertas correderas sin llamar previamente, demostrando sus escasas dotes como mayordomo. Don Patricio se sobresaltó, al ser importunado mientras registraba unas notas verbales en una pequeña grabadora. Antes de que el jardinero pudiera presentarme, el señor Ortiz me hizo una seña para que pasase, despachando desganadamente al indiscreto sirviente. Hacía tiempo que no entraba en aquella sala. Ana me había comentado que su padre la había habilitado como despacho, haciendo trasladar su escritorio, un sofá y el mueble-bar desde la biblioteca, su antiguo lugar de trabajo. Lo cierto es que el anterior espacio resultaba demasiado sombrío para pasar largas jornadas durante los meses fríos y oscuros, y el estudio del invernadero tampoco era una alternativa idónea, pues obligaba a atravesar el

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jardín a la intemperie, lo que a veces resultaba incómodo en época de lluvias. Un ligero chapoteo hizo girarme hacia las puertas acristaladas de la pared lateral. El vapor del agua caliente había empañado los vidrios por el otro costado, pero aun así resultaba inconfundible la silueta de Ana bañándose en la piscina interior contigua. Al frente, las sugerentes vidrieras modernistas enmarcaban la delicada imagen del jardín posterior, repleto de fuentes y esculturas de piedra. Don Patricio, procuró fingir inútilmente un tono desenfadado. Supongo que no sabía, a ciencia cierta, si yo estaba al tanto de su paso por comisaría. —Hombre,

Íñigo.

Me

pillas

intentando

descifrar

el

funcionamiento de este aparatejo. Ya sabes que nunca me ha gustado la electrónica, pero un amigo sustituyó la agenda por una grabadora como ésta, y me dijo que estaba encantado. El señor Ortiz siempre aborreció la tecnología. Sostenía aquel ingenio en su mano como si le supusiera un verdadero tormento, pese a tratarse de un modelo bastante simple y antiguo. Los conocidos de Christina en el Club de Campo, con los que su marido no tenía más remedio que tratar, intentaban que aquel farmacéutico

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chapado a la antigua se abriera a los beneficios de los nuevos adelantos tecnológicos, habitualmente con escaso éxito. Aquel hombre inusualmente inseguro intentaba mantener la calma con un charloteo insustancial, como si aquella anodina conversación pudiera retrasar para siempre el momento de afrontar el motivo de mi visita. Sospechaba que yo no estaba allí para hablar del tiempo. Evitó mi mirada clavando sus ojos en aquella trasnochada grabadora mientras celebraba su triunfo sobre los misterios de la tecnología con un sintomático gesto agridulce. —Creo que ya la tengo dominada. Jamás lo habría pensado: es sorprendente lo que uno puede ser capaz de hacer. —No sé qué decirle… —Pero dime: ¿qué haces por aquí? —Creo que ya lo sabe. Unas gruesas gotas de sudor aparecieron de inmediato en la enrojecida frente de don Patricio. Guardó la grabadora en un cajón del escritorio, esbozando una sonrisa ridículamente forzada. —Como no me des más pistas… —Me he enterado de su detención.

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—Bueno… no ha sido una detención en sentido estricto. Sólo me han llamado para comentar unos asuntos, y ya ha quedado todo aclarado. Nuestro común amigo Ignacio Ybarra me ha acompañado para dar las explicaciones oportunas, y la policía ha reconocido que sus imputaciones estaban completamente fuera de lugar. ¿Quieres tomar algo? —No me voy a andar con rodeos: acabo de recibir un paquete con una prueba que supuestamente le incrimina. Los temblores de mi interlocutor se hicieron cada vez más evidentes. Hablaba entrecortadamente, aunque intentaba seguir fingiendo una cordialidad cada vez más grotesca. —Eso es imposible. ¿Qué prueba? —Un bote de plástico con sus huellas. Si quiere, lo llevo a la policía y lo aclaramos todo. Pero esta vez, de verdad. La sonrisa de aquel hombre acorralado, cada vez más quebrada, abandonó repentinamente su rostro. Un violento silencio nos mantuvo expectantes, como si ninguno de los dos supiera cuál debía ser el siguiente movimiento en aquella endiablada partida de ajedrez. Finalmente, tras mantenerse un largo tiempo pensativo con la mirada

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clavada en el suelo, el señor Ortiz emitió un profundo suspiro con aires de derrota. Se incorporó y me miró a los ojos. —Verás, Íñigo: tengo que contarte una historia. —Soy todo oídos. —Hace muchos años, poco después de casarme con Christina, tuvimos una sirvienta en nuestra casa de verano. Era una chica muy guapa y yo un joven acostumbrado a tener todo cuanto quería. Don Patricio tragó saliva, dejando patente el gran esfuerzo que le suponía abrir su alma, de par en par, ante un pobre chaval sin experiencia de la vida. —Lo cierto es que aquella joven y yo… en fin… nos veíamos de vez en cuando. Ella era una mujer de conducta intachable, pero el miedo a perder su trabajo la convertía en una presa fácil para mí. Su marido había sido destinado en Marruecos, después de alistarse voluntario. Aquella nauseabunda historia estaba logrando revolverme las tripas. El hombre que yo siempre había admirado era un ser ciertamente repulsivo, que se había valido de su poder para abusar sexualmente de una pobre chica indefensa.

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—Un día, pocos meses antes de volver su esposo, me confesó que estaba embarazada. Le propuse solucionarlo por la vía rápida, pero ella se mostró decidida a tener aquel bebé. Se me puso en plan tremendo, amenazándome con contarlo todo si le obligaba a matar a su hijo. La verdad es que se había ganado la confianza de Christina, y podría llegar a creerla. ¿A dónde quería llegar aquel hombre con todo aquello? ¿Acaso creía que me apiadaría de él, después de contarme que había intentado que su criada abortara tras forzarla a espaldas de su mujer? —Conseguimos ocultar el embarazo hasta el retorno del marido. Finalmente, alcanzamos un acuerdo: ellos mantendrían el secreto, y yo les conseguiría un trabajo en la ciudad. —No sé qué tiene que ver todo este asunto conmigo. —La verdad es que no sé cómo decírtelo: verás… estas dos personas… eran tus padres. Mi respiración se detuvo. Aquel sinvergüenza era mi padre, y había ejercido como tal desde la muerte de aquel hombre al que yo siempre había considerado mi verdadero progenitor. Por la expresión de don Patricio, deduje que mi rostro debió de adquirir en ese momento la palidez de un difunto. Intentó acercarse para

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preocuparse por mi estado, pero lo detuve a cierta distancia mostrándole serenamente la palma de mi mano derecha. —Pero, entonces ¿cómo ha permitido que saliese con Ana? ¿Acaso ella no es hija suya? —Ella sí es hija mía, pero tú no. Soy el padre de Simón. Todos

aquellos

descubrimientos

resultaban

demasiado

desgarradores para ser adecuadamente digeridos en tan corto espacio de tiempo. Para colmo, seguía sin entender nada. Si mi hermano era hijo natural de don Patricio, ¿por qué diablos había intentado matarlo? —Debo parecerle un poco tonto, pero sigo perdido. ¿Me quiere explicar qué tiene que ver todo esto con la explosión? —Tú sabes que yo siempre te he querido. Desde pequeño hiciste buenas migas con Ana, y Christina te acogió como a un hijo. Por eso me duele especialmente tener que ser yo el que te lo cuente: Ana y Simón llevan un tiempo saliendo juntos. —Ya lo sabía.

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Don Patricio abrió los ojos como platos, evidenciando su sorpresa. Había mantenido aquel secreto contra viento y marea, confiado en que jamás saldría del espacio limitado por aquellas paredes. —¿Qué? ¿Cuándo te has enterado? —Ayer. —Pues entonces te resultará más fácil comprenderlo. Nunca he querido mantener un trato cercano con Simón. Siempre ha sido para mí un motivo de remordimiento, especialmente tras la muerte de tus padres. Aun así, hace cosa de un mes, lo descubrí con mi hija tonteando en un parque, aunque ellos no me vieron. Desde entonces no he perdido oportunidad para dejar en mal lugar a tu hermano delante de Ana, aunque creo que, con esta estrategia, he conseguido que incluso le atraiga más. Lo cierto es que ya no sabía qué hacer… —¿Y por qué no aclaró las cosas? —Como ya sabes, Christina está muy delicada del corazón, y una noticia como ésta podría acabar definitivamente con ella. Por otro lado, no me gustaría causarle a Ana un trauma que la atormentase toda su vida: a saber lo que habrá estado haciendo con su propio hermano…

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—¿Y no se le ocurrió mejor solución que intentar matarlo? Bien pensado, lo cierto es que así, además, se quitaba el problema del hijo ilegítimo. Es usted… un monstruo. Don Patricio agachó la cabeza. Tuve la sensación de que era sincero al mostrar vergüenza por sus actos, aunque aquello no me consolaba. —Por cierto ¿qué pinta Charlie en todo esto? —Como te he dicho, siempre he preferido mantener una cierta distancia con Simón, aunque nunca lo he perdido completamente de vista. Sabía que el sinvergüenza de su socio estaba llevando el negocio a la ruina. Tengo mis contactos, y me enteré de que se estaba gastando el dinero del taller en cocaína. Como sabrás, los adictos con problemas económicos son los esbirros más sumisos. —¿Y por qué se esforzó tanto en protegerlo a usted? —Es evidente: si yo aparecía en escena como inductor, su intento de presentar la explosión como un accidente se iría al garete, pudiendo ser acusado entonces de asesinato. —Es increíble. ¿Cómo pudo traicionar de esa manera a mi pobre hermano? Era su mejor amigo.

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—No sé por qué sigues defendiendo a Simón: te ha robado la novia, y te ha estado mintiendo durante meses. El señor Ortiz leyó en mi rostro la herida que había provocado con aquel comentario. Su tono cambió de registro, adoptando tintes de súplica. Estaba acorralado, y sabía que sólo había un modo de lograr mi silencio. —No te lo pido por mí. Te lo ruego por Christina, y por el cariño que aún conserves hacia Ana. No les destroces la vida. —Lo tengo que pensar. Salí de la mansión confuso y meditabundo. Ya era media tarde, y el cielo empezaba a oscurecerse. Arranqué el coche sin saber adónde ir, mientras mi mente hervía recordando la conversación con don Patricio. Me saltaban las lágrimas sólo de pensar en el dolor que podría infligir a la pobre Christina, si finalmente decidía airear la verdadera calaña del hipócrita de su marido. El presunto trauma que podría provocar en Ana me preocupaba bastante menos, no por deseo de venganza, sino por el carácter manifiestamente infantil de mi antigua novia, nada proclive a crearse complicaciones mentales. Aun así, me dolía pensar en su decepción, al ver cómo había arruinado la relación que mantenía conmigo a cambio de un capricho

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sin futuro. Puede que se convirtiera en una chica afectivamente marcada para el resto de sus días. Sin embargo, el planteamiento de don Patricio ocultaba un verdadero chantaje emocional frente al que no debía sucumbir. Si daba prioridad a mis sentimientos particulares en favor de Ana y Christina, me convertiría en el responsable de dejar en libertar a un asesino en potencia. No tenía elección. Di un volantazo, para enfilar una gran avenida en dirección a la comisaría. Mis piernas no paraban de temblar, sólo de pensar en las consecuencias derivadas de lo que me proponía hacer en esos mismos momentos. Saqué de la guantera el paquete con la prueba y me dirigí a la puerta principal. Los dos policías que custodiaban la entrada mantenían una animada charla, mientras golpeaban sus negras botas contra el suelo para entrar en calor. Me detuve frente a uno de ellos, que interrumpió su conversación con un aspaviento que intentaba dejar patente lo inoportuno de mi aparición. —Perdone, soy Íñigo Cortázar. ¿Podría ver al inspector Fuentes? —Se espera aquí un momento.

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A los pocos minutos, el escuálido policía apareció por un pasillo, dedicándome desde lejos la mejor sonrisa que era capaz de esbozar, después de los numerosos reveses sufridos recientemente en aquella endiablada investigación. —¿Cómo está usted, Cortázar? ¿Qué le trae por aquí? —Tenemos que hablar en privado. Recorrimos un interminable laberinto de pasillos desconchados hasta llegar a un minúsculo y oscuro despacho. Una mesa ejecutiva, cubierta con un cristal verdoso, presidía aquella lúgubre habitación. Una pila de expedientes sin archivar se acumulaba bajo una pequeña ventana, situada casi a la altura del techo. La humedad de las paredes había dibujado nubes oscuras por toda la oficina, convirtiendo aquel cuchitril en un lugar verdaderamente repulsivo. Supongo que el paso de los años había logrado que aquel repeinado funcionario asumiera con naturalidad el deplorable aspecto de su cueva particular. —Usted dirá. —He recibido este paquete a mediodía. Lancé el sobre sobre la mesa de Fuentes, quien se abalanzó sobre él como un depredador contra su presa malherida. Tras analizarlo

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concienzudamente, su rostro no pudo evitar el esbozo de una euforia apenas controlada. Llamó precipitadamente por teléfono al departamento correspondiente, para que se hiciera cargo de las pruebas. —Ha hecho usted lo correcto, Cortázar. Necesitaré sus huellas para procesar el sobre. Si no descartamos las suyas, podemos volvernos locos intentando identificarlas. —Supongo que no hará falta hacer público que he sido yo el que ha aportado el frasco. —Puede estar usted tranquilo. Le agradezco sinceramente su colaboración: estábamos en punto muerto. De todos modos, tampoco deberíamos lanzar las campanas al vuelo. Recuerde que seguimos sin móvil. —¿Está usted seguro de eso? Decidí tomarme mi tiempo antes de desvelar la causa última que subyacía en aquel esperpéntico caso. El inspector me miró desafiante, con gesto inquisitivo, al deducir de mi despreocupada sonrisa que yo podía desentrañar el meollo del asunto. Por primera vez desde que nos conocimos, yo tenía la sartén por el mango, y no pensaba desaprovechar aquel momento de gloria. Cuando mi sádico

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silencio estaba a punto de sacar de quicio a aquel pobre policía, di por concluida la sesión de tortura, y proseguí. —Créame: una vez tenga detenido a don Patricio, pida una muestra de ADN y compárela con otra de mi hermano. —¿Sabe lo que está usted diciendo? —Me temo que sí. —Que Dios nos coja confesados…

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VII La llama de la traición

A pesar de los sobresaltos de las últimas horas, el cansancio acumulado consiguió que aquella noche durmiera a pata suelta. Me desperté tarde, lo que me obligó a renunciar a mi acostumbrada ducha diaria. Aquella mañana no tenía más remedio que visitar a Ana, puesto que su padre había sido definitivamente detenido pocas horas después de entregar el sobre al inspector Fuentes. Sin duda, aquella madrugada debió de ser desoladora en la casa de los Ortiz. Según me iba acercando a la mansión, noté cómo el estruendo de una sirena quebraba la placida calma de un paseo habitualmente sosegado. Cuando apenas me restaban unos metros para llegar, distinguí entre la bruma una ambulancia junto a la puerta de la residencia. ¡Dios mío, Christina! Abandoné el coche en medio de la calzada y salí corriendo en dirección a la entrada, aterrorizado ante la perspectiva de encontrar un espectáculo devastador. Dos sanitarios trasladaban una camilla metálica desde el interior del edificio que albergaba los garajes del palacio. Una vez en la acera,

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giraron para introducirse en el vehículo, permitiéndome comprobar cómo la blanca sábana cubría completamente aquel cuerpo inerte. Caí de rodillas a unos pasos de la casa. Christina Einbeck había muerto por mi prepotencia, por mi cabezonería, por mi orgullo… por mi culpa. Jamás podría perdonarme el daño causado a una de las mujeres más maravillosas que habían habitado jamás este mundo. En ese momento, Ana apareció por la puerta del edificio, observando con semblante taciturno el traslado del cadáver desde lo alto del porche. Su expresión serena me infundió fuerzas, obligándome a adoptar una actitud más digna. Logré incorporarme y me acerqué hasta la misma ambulancia, mientras secaba mis lágrimas con la manga de la cazadora. Me coloqué junto al portón trasero del vehículo, para despedir los restos de aquella criatura incomparable. En ese preciso instante, el dulce sonido de una conocida voz, susurrando mi nombre a escasos centímetros de mi oído, estuvo a punto de provocarme un infarto. —¡Por Dios, Christina, qué susto! —Perdóname, Íñigo. Nunca me habías comentado que te impresionaran tanto los difuntos. ¿Conocías a Mario?

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—Vaya… eh… pues casi nada. —Ha sido una verdadera lástima. Sólo llevaba unos días con nosotros... Esta mañana le he mandado al garaje, para que reparara un pinchazo de mi coche. Se ve que encendió el motor para poner la radio, y se ha asfixiado con el humo. No sé, quizás se quedó dormido. Pobrecillo. —Si me disculpa, tengo que comentar un asunto con Ana. Nos vemos ahora mismo. —No te vayas sin despedirte. Te veo mala cara… estás lívido. Le diré a Margarita que te prepare un consomé. Seguro que, con el asunto de Simón, apenas habrás comido nada decente desde hace varios días. Subí los peldaños de mármol que conducían al porche, mientras intentaba reponerme del choque de emociones contradictorias padecido durante aquellos escasos minutos. La hija de don Patricio seguía con mirada ausente las maniobras de la ambulancia para volver a la calzada. —Buenos días, Ana. ¿Cómo estás?

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—Ya ves… Demasiados sobresaltos en veinticuatro horas: primero rompemos, después se llevan a mi padre, y ahora se nos muere el jardinero. Creo que necesito unas vacaciones. El tono desganado de su conversación comenzaba a ofenderme. Unas pocas horas antes me había partido el corazón con sus engaños, y ahora se dirigía a mí como si no hubiera pasado nada. Me avergüenza reconocer que mi indignación se debió exclusivamente a su desdén hacia mi propio dolor, olvidando su absoluta falta de compasión ante el fallecimiento de una persona tan cercana. Me sobrepuse, e inicié un calculado interrogatorio. —¿Qué sabéis de la detención? —Ybarra nos ha dicho que han aparecido unas pruebas de no sé qué… En cualquier caso, parece que el asunto no se sostiene. Dudo que papá tenga que pasar una noche más fuera de casa. —Si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en contactar conmigo. En fin… yo me tengo que ir. Despídeme de tu madre, por favor. Cuando salí de la casa, pude ver a cierta distancia cómo un guardia de tráfico intentaba colocar una multa en el limpiaparabrisas de mi abandonado vehículo. Eché a correr hacia el agente, que al verme intentó certificar la inutilidad de mi esfuerzo encogiéndose de

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hombros. Tuve que poner en práctica todas mis dotes de diplomacia aduladora para lograr que el policía terminara por retirar la denuncia. Arranqué el coche y me dirigí a la universidad. Hoy iban a publicar una nota de Derecho Procesal, y quería ser de los primeros en conocerla. Quizás convendría solicitar una entrevista con el catedrático para revisar el examen. A mitad de camino sonó mi teléfono móvil. —Dígame. —Soy Fuentes. ¿Cómo está usted? Como en el chiste, tengo una noticia buena y otra mala. La buena es que el frasco tiene las huellas de don Patricio Ortiz, y en su interior se ha detectado la misma sustancia que se empleó en la fabricación de la bomba. La mala es que el laboratorio ha comparado las dos muestras de ADN y no tienen nada en común. —Increíble… Este hombre es mucho más retorcido de lo que jamás hubiera imaginado. —Por cierto: ¿sabe quién ha aparecido muerto esta mañana? —Mario, el jardinero de los Ortiz, asfixiado.

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—¡Maldita sea, Cortázar! Voy a tener que ficharle para el departamento. El forense me ha comentado que tiene un fuerte golpe en la cabeza, aunque eso no haya sido la causa de la muerte. Puede que se lo haya provocado él mismo al desplomarse. —En fin… ahora mismo voy para allí. Di media vuelta, dejando para otro día los asuntos universitarios. Cuando llegué a la comisaría, eran ya varios los periodistas que se arremolinaban en los alrededores de la entrada. Don Patricio era un personaje conocido en la ciudad, y una acusación de asesinato podría llenar las páginas de los periódicos durante meses. —¿Puedo pasar? Soy Íñigo Cortázar. Vengo a ver a Fuentes. —Le espera en su despacho. Aunque tuve que volver varias veces sobre mis pasos, en medio de aquella maraña de lóbregas galerías, finalmente conseguí dar con la oficina del inspector. —Hola, Cortázar. Tiene que explicarme lo del ADN. ¡Me ha dejado usted en ridículo! —Verá: hace un par de días descubrí que Simón llevaba varios meses saliendo en secreto con Ana Ortiz, mi antigua novia.

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—No sabe cuánto lo siento. —Gracias. Pues ayer, justo antes de traerle el bote, don Patricio intentó convencerme de que era el padre biológico de Simón, justificando su participación en el ataque por la supuesta necesidad de evitar un incesto. A medida que me iba explicando, la pose del policía se tornaba cada vez menos amigable. De hecho, creo que fue la única vez que me sentí verdaderamente amenazado por aquel incansable investigador. —Hasta ahora no sabía nada de esa conversación. —Confieso que fui a hablar con el señor Ortiz en cuanto recibí el sobre. Quizá no fuera lo más correcto, pero necesitaba comentar el asunto con él antes de arruinar su vida para siempre. Hasta el día de ayer don Patricio fue lo más parecido a un padre que había tenido jamás. No espero que lo entienda. —Vamos a dejarlo. Pero que conste que podía haberse metido usted en un lío por ocultación de pruebas. ¡Eso es obstrucción! Debería saberlo, señor jurista… —No volverá a ocurrir.

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El inspector Fuentes retomó aquella actitud paternalista que tanto le gustaba: me había humillado y aquello, sin duda, le reconfortaba. Necesitaba atraerlo a mi bando después de aquella pequeña deslealtad, especialmente si quería lograr que accediera a una petición ciertamente osada. —¿Podría hablar con el señor Ortiz? —Cortázar, es usted de lo que no hay… Bajamos varios tramos de escalera sin barandilla, hasta llegar a un segundo o tercer sótano. Unos estrechos pasadizos de hormigón, escasamente iluminados con bombillas exentas, nos condujeron hasta el calabozo en el que se encontraba don Patricio. El inspector chasqueó los dedos y un agente uniformado descolgó de su cinturón un gran aro repleto de llaves. Seleccionó una de ellas, enorme, con la que abrió un grueso y chirriante portón de hierro, identificado a media altura con un número ocho de color amarillo. Nos acompañaba uno de los hombres de Fuentes, quien me hizo una seña con la mano para que esperase en el pasillo. Me puse de puntillas para seguir la escena a través de un pequeño ventanuco de cristal blindado, abierto en la parte superior de la puerta.

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El padre de Ana estaba sentado sobre un sencillo taburete de madera, incapaz de despegar los ojos del suelo. Le acompañaba don Ignacio Ybarra, en pie, con expresión apesadumbrada. Aquella pequeña sala se iluminaba únicamente con un pequeño foco de pantalla metálica, cuyos cegadores rayos se proyectaban sobre una minúscula mesa cuadrada situada en el centro de la estancia. Aunque el sonido de la conversación apenas llegaba a mis oídos, pude observar cómo el inspector comentaba algo mirando a don Patricio, quien permanecía inmutable con la cabeza gacha. El señor Ybarra respondió con un explícito aspaviento de rechazo, girando repetidamente su cabeza de derecha a izquierda. Cuando los policías se disponían a salir del calabozo, el señor Ortiz levantó su mirada derrotada, pronunciando unas palabras ininteligibles con gesto de asentimiento. Me aparté de la puerta para dejar paso a Fuentes, quien se dirigió a mí con una media sonrisa. —Aunque el abogado no estaba muy por la labor, Ortiz ha dicho que quiere verle. Una cuestión importante: de momento, apenas le hemos dado información sobre el bote, así que no meta la pata. Sólo sabe que tenemos unas huellas que le inculpan, pero nada más. No tiene ni idea de dónde las hemos sacado, ni nada… y conviene que siga siendo así. ¿Lo ha entendido?

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—Confíe en mí. Mientras entraba en la habitación, en silencio, repasaba mentalmente las recientes palabras del inspector. No pude evitar reflexionar sobre lo efímera que podía llegar a ser la buena posición en esta vida: don Patricio Ortiz se había convertido en simplemente Ortiz, pocas horas después de ser detenido. Tomé una silla por el respaldo y la coloqué frente al taburete en el que se sentaba el sospechoso, al otro lado de la mesa. —Buenos días, don Patricio. —Hola, Íñigo. Quería disculparme por lo de ayer. Jamás conocí a tu madre y el remordimiento por lo que te dije sobre ella me ha torturado toda la noche. Fue una tontería. No se me ocurrió otra manera de convencerte. —La verdad es que estuvo muy rápido. La cara de don Patricio perfiló una sonrisa derrotada, que lamentablemente no pude corresponder. Aquel gran hombre estaba acabado, y a pesar del inmenso dolor que había provocado en mi hermano, fui incapaz de no sentir un atisbo de compasión por él. —¿Qué tenía usted contra Simón?

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—Ybarra insiste en negar las acusaciones, pero yo sé que ya no hay nada que hacer. Aquella incongruente respuesta certificó que el padre de Ana sólo me había llamado para disculparse. No parecía tener el más mínimo interés por hablar conmigo sobre las motivaciones que le habían arrastrado a aquel agujero inmundo. —No me puedo creer que lo hiciera para evitarse un yerno de clase baja. Usted no es de esos. Siempre ha intimado con todo tipo de personas y ha apreciado el cariño de la gente sencilla. —Pues ya ves… —Jamás se ha comportado así. Le conozco desde hace veinte años y sé que siempre ha preferido la compañía de agricultores y granjeros, antes que soportar un solo almuerzo en un club de campo. —Te engañé, chaval. Así son las cosas. Don Patricio sonreía, intentando imitar la actitud de quienes han sorprendido a sus conocidos desvelando algún escondrijo recóndito de su personalidad. —¿Sabe quién le ha inculpado?

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—Supongo que algún amigo de Muñoz. Esta escoria no sabe mantener la boca cerrada. Probablemente, hace ya semanas, comentaría el plan con algún colega, y éste se habrá cabreado al ver que Charlie iba a terminar pagando por la culpa de los dos. Esta gentuza es así de estúpida: mi condena no le ayudará en nada al socio de Simón, sino que además agravará los cargos contra él. Ahora no le acusarán de lesiones o incendio, sino de intento de asesinato. Vaya panda de imbéciles… La teoría del señor Ortiz no me convenció lo más mínimo. Conocía, por experiencia, que los delincuentes habituales sabían más Derecho Penal que los mismísimos catedráticos de Universidad. Preferí no discutir para evitar la posibilidad de dejar caer, involuntariamente, alguna información sobre el frasco que aporté a la policía. Además, lo que me intrigaba no era la identidad del remitente del sobre inculpatorio, sino el verdadero trasfondo que había impulsado a don Patricio a atentar contra Simón. —Puede que desee verle encarcelado por lo que le ha hecho a mi hermano, pero jamás me convencerá de que lo hizo por clasismo. Usted no es así. —Vete ya…

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El detenido clavó de nuevo su mirada en el suelo. Me levanté lentamente, sin apartar la vista de aquel pobre infeliz. Quería percibir algún ademán, alguna señal que me permitiera encontrar una salida para aquel laberinto emocional. Golpeé la puerta con los nudillos, y el carcelero apareció tras el cristal de la pequeña ventanilla. Le hice una seña para que abriera. El sonido metálico de las llaves, chocando unas contra otras, volvió a retumbar en aquellas paredes desnudas, lo que provocó un irritante eco acampanillado que tardó varios segundos en apagarse. Salí de la celda sin girarme, seguro de que don Patricio sería incapaz de levantar su atribulado rostro para despedirme. Volví a subir a la planta baja, y enfilé la galería por la que se llegaba al despacho de Fuentes. A medida que me acercaba, comencé a percibir, a través de la puerta de vidrio traslúcido, una agitada conversación entre el inspector y un hombre de voz desconocida. Segundos después, un individuo vestido con una bata blanca salió de la habitación, dejando la puerta lo suficientemente abierta para ver al sulfurado policía secándose el sudor de la frente. —Yo ya he acabado abajo. —Ah, Cortázar, me había olvidado de usted.

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—¿Novedades? Me miró con cara de circunstancias, como si el devenir de los acontecimientos comenzara a dejarlo descolocado por primera vez en su vida. —Las cosas se complican: los de laboratorio ya han analizado el exterior del sobre que usted me trajo. Sólo tiene huellas y restos de ADN de un único sospechoso. ¿Sabe de quién? La experiencia de los últimos días me aconsejó no apostar por nadie. Había tantas posibilidades que preferí no hacerme el listo. En estas ocasiones, como suele decirse, es mejor permanecer callado y parecer estúpido, que abrir la boca y despejar todas las dudas. —Ni idea. —El señor Heredia. ¿Le suena? —Pues la verdad es que no… —¿Y qué tal si le digo su nombre de pila, Mario, nuestro querido inquilino de la morgue? Renuncié a atar cabos. El asunto se estaba retorciendo tanto que asumí mi incapacidad para extraer conclusiones de esta avalancha de pruebas aparentemente inconexas. No pude evitar pensar que la

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antigua toxicomanía del difunto jardinero de los Ortiz cuadraba con un robo de recetas médicas. Pero, aun así, ¿qué lograría el malogrado asalariado de don Patricio enviando a la cárcel a su patrón? Tuve la sensación de que el inspector estaba tan confundido como yo. —Este asunto comienza a inquietarme, Cortázar. Un caso verdaderamente extraño… demasiadas coincidencias inexplicables. —¿Qué interés podría tener el tal Mario en implicar a la persona que le pagaba el sueldo? —Si hubiese llevado más tiempo trabajando en su casa, pensaría en algún problema de tipo laboral, incluso de faldas... ¡Pero apenas llevaba una semana! No tiene sentido. La mente del inspector no dejaba de dar vueltas en busca de un posible móvil que explicase la implicación del difunto señor Heredia en la incriminación de don Patricio. Sin embargo, el alcance de mis dudas iba mucho más allá, pues lo que verdaderamente me turbaba era la posible conexión entre la entrega de la prueba contra el señor Ortiz y el súbito fallecimiento del efímero jardinero. —¿Podría tener algo que ver su repentina muerte, con el hecho de haberme enviado el frasco de las huellas?

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—Lo dudo. No tiene mucho sentido matar a alguien que puede incriminarte después de haberlo hecho ya. Eso sólo lo hacen los mafiosos y yo no le veo a Ortiz en plan siciliano… El ensordecedor timbrazo de un viejo teléfono de sobremesa interrumpió abruptamente nuestra tormenta de ideas. —¿Si…? Pero… Yo no… Verá usted… Ahora mismo.... ¡A sus órdenes! Un tono asalmonado que comenzaba a resultarme familiar, volvió a cubrir las facciones del atormentado Fuentes. Era evidente que había recibido la llamada de algún superior notoriamente descontento con su forma de llevar el caso. —El puñetero abogado de Ortiz ha estado hablando con la Fiscalía, y los jefes me obligan a poner sobre la mesa todas nuestras cartas boca arriba. Vamos a tener que contarles todo lo relativo a las huellas: el bote, el sobre, el robo, el jardinero… vamos a perder nuestra ventaja. El investigador se levantó de un salto, cogió una carpeta verde que descansaba sobre su mesa, y salió con decisión por el pasillo. Aunque no me dijo nada, interpreté el hecho de no despedirse como una invitación para seguirle.

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—¿Ha comido ya, Cortázar? —No. —Le invito a una hamburguesa. Salimos a la calle, esquivando a un pequeño grupo de periodistas que aún permanecían al acecho en las inmediaciones de la comisaría. El inspector giró súbitamente a mano derecha, obligándome a acelerar el paso para no quedarme atrás. Recordé que hacía unas pocas semanas, a un par de manzanas de allí, se acababa de abrir una franquicia especializada en comida rápida. Supuse que nos dirigiríamos hacia allí, tal y como quedó confirmado pocos minutos después. El nuevo establecimiento se alzaba en un céntrico emplazamiento, antiguamente ocupado por una vieja gasolinera urbana. El original edificio tenía la forma de una inmensa hamburguesa, y sus deslumbrantes

colores

dotaban

al

local

de

un

aspecto

premeditadamente infantiloide. En un pequeño jardín anexo al propio restaurante, un niño se había encaramado a un estrafalario columpio con forma de delfín, mientras su desesperada madre gritaba desde una mesa para que se acabara la hamburguesa que acababa de pedir con tanta ilusión.

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—¡Juanito, ven inmediatamente a la mesa! ¡Me voy a levantar, eh! ¿A que me levanto…? Tras cruzar la puerta acristalada, en medio de un estruendo insoportable, descubrimos con resignación que la cola para realizar los pedidos llegaba casi hasta el exterior del local. A pesar de la incómoda espera que nos aguardaba, mi engominado acompañante se agitaba sonriente con nerviosa impaciencia, como el perro que comienza a mover el rabo cuando su dueño apenas ha comenzado a preparar su comida. El inspector revisaba visualmente, una y otra vez, los carteles luminosos que anunciaban las supuestas delicias cocinadas en el establecimiento. Unas enormes y sugerentes fotografías, que jamás se correspondían con el verdadero aspecto del producto ofrecido, causaban en los ávidos clientes el mismo efecto que la campanilla de Paulov. La cola avanzaba pesadamente, poniendo en entredicho el supuesto carácter rápido de aquella comida. El fenómeno carecía de justificación razonable, pues las escasas posibilidades de elección ofrecidas por aquella carta deberían acelerar el proceso con toda lógica. Pronto descubrí la explicación. Por lo visto, el hecho de tener a la vista semejante ristra de imágenes tentadoras, provocaba en los comensales un efecto de parálisis por indecisión, que bloqueaba

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indefectiblemente el avance de la fila. Sobrepasado por el aburrimiento, y aun a riesgo de interrumpir las fantasías gastronómicas de aquel peculiar policía, decidí iniciar una conversación trivial. —¿Suele venir usted mucho por aquí? —Pues sí, fue todo un descubrimiento. ¿Ya ha decidido lo que va a comer? —Creo que sólo voy a pedir una ensalada. Esta semana de locos ha conseguido revolverme las tripas… —¿Está usted tonto, Cortázar? Venir a una hamburguesería y pedir una ensalada es como ir a un burdel para que te den un abrazo… Por fin, diez minutos más tarde, alcanzamos el ansiado mostrador de pedidos. Una vez llegados a este punto, la cola principal se dividía en varias hileras, orientadas hacia sendos puestos de recepción. Nos atendió un chaval joven, casi adolescente, ataviado con el mismo ridículo uniforme que el resto de sus compañeros. Un violento acné cubría su rostro, echando por tierra el efecto embaucador de las fotografías luminosas.

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—Pida, Cortázar. —Yo una “great-salad”, sin pepinillos y sin salsa rosa… y un botellín de agua. —¿…? —Ya estoy. —Yo una “great-burger” doble con queso y mostaza, unos “greatchicken”, unas patatas grandes, unos aros de cebolla, y una “greatcola” gigante. Jamás habría imaginado que aquel famélico cuerpecillo fuera capaz de engullir semejante cantidad de comida en tan corto espacio de tiempo. Nada más sentarnos frente a una pegajosa mesa de plástico, aquella insustancial conversación dejó paso a un paradójico silencio en medio de un alboroto ensordecedor. El inspector no dijo una sola palabra hasta dar buena cuenta de la última patata frita. De vez en cuando, daba un respiro a su mandíbula repasando algunos documentos de la carpeta verde que había traído desde el despacho. Finalmente, apuró su refresco hasta que la pajita emitió su característico sonido conclusivo, y por fin se decidió a hablar en medio de aquel estruendo:

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—Le he traído aquí porque ya no me fío de nada ni de nadie. Las paredes de la comisaría tienen oídos, especialmente cuando se investiga a un tipo poderoso y bien relacionado como Ortiz. Así que tenga usted mucho cuidado con lo que dice delante de otras personas, aunque sean agentes. ¿Me ha entendido? —Perfectamente. —Vámonos. Al llegar a la comisaría, vimos a los dos gorilas de Fuentes charlando en una esquina del pasillo. La verdad es que nunca supe cómo se llamaban, algo que tampoco me preocupaba lo más mínimo en

aquellos

desconcertantes

momentos.

Ambos

fumaban

gustosamente sendos pitillos rubios, dando caladas largas y reflexivas, mientras observaban con atención las evoluciones del humo al chocar contra un haz de luz que se colaba por una ventana alta. Cuando vieron al inspector acercándose a su posición, lanzaron violentamente sus cigarrillos contra el suelo, pisándolos con fuerza como si se tratara de alacranes. Al pasar frente a ellos se unieron sumisos a la comitiva, como suelen hacer las motos de escolta al paso de un vehículo oficial.

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Bajamos al sótano, donde nuestra rápida entrada sorprendió al carcelero leyendo un periódico deportivo. Lo dejó caer al suelo, con expresión de culpabilidad, mientras seleccionaba nuestra llave atropelladamente. La ruidosa puerta se abrió de par en par, permitiendo una vista completa del interior de la celda. El señor Ybarra había vuelto a aquel lúgubre calabozo, con la segura intención de estar presente en el momento del crucial encuentro. Probablemente había salido a mover sus hilos en la Fiscalía durante mi entrevista con don Patricio, para regresar al lugar justo después de haberme marchado. Uno de los gigantones volvió a extender su mano sobre mi pecho, evidenciando que, una vez más, debería permanecer en el pasillo. El portón se cerró, obligándome a estirar el cuello para ver lo que sucedía a través del ventanuco. El padre de Ana estaba sentado frente a la mesa central, de cara a la puerta. Junto a él, el señor Ybarra permanecía en pie, con un ademán más propio de un guardaespaldas que de un abogado. Los dos guardias habían ocupado sendas esquinas, permitiéndome una visión perfecta del cuadrilátero. El inspector comenzó a hablar. Podía percibir la resonancia de sus palabras, pero el aislamiento de la habitación ahogaba su timbre para convertirlas en un mero murmullo ininteligible. Afortunadamente,

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aunque escuchaba la conversación como quien oye unos sonidos desde el fondo de una piscina, el lenguaje corporal de los intervinientes aportaba la información que mis oídos eran incapaces de descifrar por sí solos. Según avanzaba la exposición de Fuentes, los ojos de don Patricio se iban abriendo progresivamente, mientras su gesto trasmitía una creciente ira imposible de disimular. Su espalda se enderezaba, mientras su rostro adquiría un enfermizo tono rojizo, como si estuviera a punto de estallar. En ese momento, descargó violentamente sus puños contra la mesa, lanzando un grito de odio que ni siquiera aquellos gruesos muros fueron capaces de ahogar. —¡¡¡Zorra!!! Don Ignacio Ybarra agarró con fuerza el hombro del padre de Ana, como si quisiera mostrarle su apoyo en esos difíciles instantes. Sin embargo, algo me dijo que aquel movimiento podría significar algo más: puede que el sabio abogado intentara recordar a su cliente la necesidad de ser más prudente en sus manifestaciones ante la policía. Sin duda, don Patricio había identificado inmediatamente a la persona responsable de su encarcelamiento, una mujer, que me había hecho llegar aquella prueba definitiva para enterrar en vida a aquel viejo farmacéutico.

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Por mucho que me costara creerlo, los indicios no arrojaban la menor sombra de duda: sólo existía una chica, vinculada al jardinero y que conociese mi dirección, que pudiese estar interesada en vengarse de don Patricio de una forma tan salvaje: Ana. Salí de la comisaría sin despedirme. Ni siquiera esperé a que concluyera el interrogatorio. Arranqué el coche y me dirigí al barrio residencial donde se alzaba la residencia de los Ortiz. Cuando aún faltaba un buen trecho para llegar, un oportuno pensamiento acudió sorpresivamente a mi mente: lo mejor sería ir al hospital. Si Ana estaba con Simón, tendría la oportunidad de interrogarla allí mismo sobre su vinculación con el misterioso sobre, y si no era así, podría visitar tranquilamente a mi hermano, sin la violenta presencia de mi antigua novia. Después de todo, Simón seguía ingresado, y no sabía nada de él desde hacía varios días. Di media vuelta, y puse rumbo al centro médico. De camino, comencé a cavilar, imaginando las posibles escenas que aquella habitación de recuerdo imborrable podría depararme pocos minutos después. La verdad, no sabía qué era peor: reencontrarme con Ana cuidando de mi hermano, o perder la oportunidad de esclarecer el origen de aquel siniestro paquete.

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Después de dar varias vueltas al complejo sanitario, terminé por asumir la necesidad de aparcar en un garaje de pago. Decidí abandonar mi coche en el parking subterráneo construido hacía pocos meses bajo una plaza próxima al hospital, pese a la abusiva tarifa implantada por el ayuntamiento. Tuve que bajar hasta el tercer sótano, pues el aparcamiento se hallaba repleto hasta los topes. Según me acercaba a la entrada de la Inmaculada, un incontrolable nerviosismo se apoderó de mi cuerpo, angustiado por lo que podía encontrar en aquella temible habitación unos minutos después. Crucé la puerta giratoria de la planta baja con la indecisión propia de un paciente al que van a realizar una exploración de próstata. Tomé el ascensor y subí a la cuarta planta. Era la primera vez que no encontraba a ningún policía en aquel maldito pasillo. Al llegar a la habitación, llamé a la puerta golpeándola con fuerza, a pesar de que ya se hallaba entreabierta. No quería repetir la traumática experiencia de la última vez. —Adelante. La dulce voz de Ana cayó sobre mí como una losa. Apreté los ojos y respiré profundamente. No era el momento de echarse atrás. Empujé la manilla lentamente y di un paso adelante. Mi hermano estaba sentado sobre la cama. Su rostro aún no había recuperado una

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tonalidad natural, y las marcas de quemaduras poblaban su dolorido cuerpo. Intenté forzar inútilmente una sonrisa de cortesía, mientras Ana, sentada en el butacón, me miraba con expresión sorprendida. —¿Cómo estás, Simón? —¡Íñigo! No te esperábamos. —¿Te duele? —No sabes cuánto… Mi pregunta intentaba ser inocente, pero la forma de contestar del paciente trasmitía un doble sentido verdaderamente incómodo. El papel de víctima herida le correspondía teóricamente a él, aunque ambos sabíamos que los últimos acontecimientos me otorgaban aquel título a mí con mayor merecimiento. Tras un tenso silencio, me percaté de la presencia de una señora mayor, recostada en la cama contigua, que aparentaba echar la siesta. Hice una seña silenciosa, invitando a Ana a salir de la habitación. —¿Cómo se encuentra? —Parece que todo va bien. El médico ha pasado esta mañana, y nos ha confirmado que recuperará la vista casi por completo. —Menos mal…

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—Lo de las manos parece más complicado. En fin… ya veremos qué pasa. ¿Tú qué tal? Ana intentaba fingir una trivialidad casi ofensiva. Ambos conocíamos la gravedad y la crudeza de lo que había sucedido en ese mismo lugar unos días atrás, por lo que aquella parodia de amnesia emocional comenzaba a exasperarme. Aunque no esperaba una disculpa, reconozco que habría agradecido un trato mínimamente considerado. Sin duda, su mirada evidenciaba que la culpa aún la torturaba, pero explicitar ese sentimiento podría facilitar la reedición de una conversación que no llevaría a ninguna parte. Pensé que probablemente estaría intentando ejecutar una mera artimaña defensiva, lo cual no me consolaba lo más mínimo. Intenté aislarme afectivamente y fui al grano. —Acabo de ver a tu padre en la comisaría. —¿Todavía no le han soltado? ¿Cómo le va? —Creo que tú lo sabes mejor que yo… El gesto despreocupado que Ana había derrochado durante toda la conversación cambió súbitamente nada más escuchar mis insidiosas palabras. Abandonó su pose despectiva, enfrentándose a mí con tono virulento.

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—¿Qué quieres decir? —La prueba que me diste ha hundido a tu padre. No tiene nada que hacer y tú lo sabes. Bueno… lo has hecho precisamente por eso ¿no? —¿Qué prueba? ¿Se puede saber de qué estás hablando? Supongo que mi cara de tonto debió de ser antológica. Había intentado imprimir a mis palabras un timbre astuto, de quien sabe lo que dice y está a punto de desenmascarar a un impostor. De pronto, percibí que Ana no tenía ni idea de lo que le estaba contando. A pesar de haber pasado varios meses engañándome con Simón, lo cierto es que mi antigua novia era un ser absolutamente incapaz de mentir a nadie mirándolo a los ojos, si se trataba de contestar a una pregunta concreta. —Perdona. Olvídalo. Ana dio media vuelta, y volvió al interior de la habitación como una inocente dama ultrajada. Permanecí en aquella posición, con la mente en blanco, sin siquiera indignarme por su hipócrita actitud de doncella ofendida, después de lo que me había hecho pocos días atrás.

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Una vez más, el castillo de naipes se venía abajo. Había puesto en práctica todas mis dotes detectivescas, y cada vez resultaba más evidente mi mediocridad como investigador. Intenté retornar mentalmente al último punto comprobable de mis indagaciones, situado en el preciso momento en que don Patricio culpaba de su detención a una desconocida. Aquella misteriosa mujer sabía quién era yo, odiaba profundamente a don Patricio, y había conseguido el frasco a través del jardinero… ¡Dios mío! Aquello era imposible. ¿Cómo podía estar tan ciego? Desconsolado, me repetía machaconamente que aquello no podía ser. Volví a entrar en la habitación para despedirme, a pesar de que seguía descolocado ante aquella martirizante evidencia. —Lo siento, Simón. Me tengo que ir. Ya te llamaré. —Gracias por venir, de verdad. Creo que ni siquiera me despedí de Ana. Salí corriendo por el pasillo y aún tuve que aumentar mi velocidad al ver las puertas del ascensor cerrándose al fondo de la galería. Afortunadamente llegué a tiempo para bloquearlas con mis manos, ante la indolente mirada de los demás viajeros del elevador, quienes apenas habían hecho el

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menor intento por detener el mecanismo de cierre para esperarme. Regresé al garaje para recoger mi coche y volví a la comisaría. Logré aparcar junto a un parque cercano, a pocas manzanas del antiguo convento reconvertido en sede policial. Entré con tal ansiedad en el edificio que ni siquiera me detuve ante los guardias que custodiaban la puerta. Uno de ellos me llamó la atención por no haberme identificado, y se abalanzó sobre mí tras no contestar a sus requerimientos. Caminaba como un sonámbulo, sin prestar la menor atención a lo que me rodeaba. —Tú, chaval. ¿Es que estás sordo? Afortunadamente, el inspector Fuentes hizo su aparición en ese preciso momento, ordenando al policía que me soltase con una ligera mueca casi imperceptible. —¿Dónde se había metido, Cortázar? —He ido a dar una vuelta. —No me mienta. —¿Cómo ha acabado el interrogatorio? El inspector resopló con retintín, dejando patente que no daba el menor crédito a la evasiva explicación sobre mi ausencia. Aun así,

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adoptó una de sus poses condescendientes, dando a entender que no insistiría para sonsacarme la verdad. —Venga a mi despacho. Seguí sus pasos a través de aquellos interminables pasillos, mientras observaba en su rostro una mezcla de ansiedad y entusiasmo. Sin decir una sola palabra, entramos en su oficina y tomamos asiento. A diferencia de otras ocasiones, el inspector Fuentes no se colocó al otro lado de la mesa del despacho, sino que prefirió sentarse junto a mí, en la otra silla reservada a los visitantes. Suspiró y se inclinó apoyando los codos sobre sus rodillas para susurrarme. —¿Qué es lo último que oyó en la declaración de Ortiz? —Me quedé hasta escuchar cómo gritaba un insulto dirigido a una mujer. —Creo que se perdió lo mejor. La venganza se sirve fría. El policía sonrió con malicia, abriendo una de esas pausas complacientes que tanto le gustaban, para disfrutar durante unos momentos de mi impaciente curiosidad. Aún guardaba en su memoria los interminables segundos que le había

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mantenido en vilo el día anterior, antes de desvelar la supuesta relación familiar entre Simón y don Patricio. Acepté mi derrota, admitiendo mi incapacidad para mantenerme sereno a la espera de tan crucial información. —¿Y bien? —Después de su sorprendente reacción, Ortiz pareció perder los estribos definitivamente, y su abogado nos pidió que saliéramos de la celda. Sin embargo, justo antes de que pudiéramos cerrar la puerta, pronunció la frase que todos estábamos esperando. Aquel sádico investigador me miraba con el gesto entusiasmado de un prestidigitador, justo antes de concluir el mágico prodigio que mantiene embelesado a su entregado público infantil. —¡Por Dios, continúe! —Dijo… “todo fue idea de mi mujer”. Mis peores presagios parecían hacerse realidad en un mundo que comenzaba a resultarme irrespirable. ¿Cómo era posible que una delicada y dulce criatura como Christina pudiera tener algo que ver en todo aquel turbio asunto?

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Me recliné, abrumado, sobre el respaldo de la silla. Mis ojos seguían apuntando al rostro de Fuentes, aunque mi mente se hallaba a años luz de aquel lugar, intentando compatibilizar mis recuerdos infantiles con aquella horrenda acusación. Todo aquello no podía ser cierto. —Lo siento, Cortázar. A la vista de la cara de maniquí que se le ha quedado, supongo que la noticia le ha debido de causar una fuerte impresión. —No se lo imagina usted… —Por lo visto, nada más conocer la implicación de Mario Heredia en la entrega de la prueba, Ortiz dedujo inmediatamente que su mujer estaba detrás de todo, quedando así liberado de su obligación de encubrirla. Siento mucho lo que está usted pasando, especialmente porque tengo que solicitarle un favor ciertamente delicado. El policía se inclinó aún más, colocando su rostro por debajo del mío. Juntó las palmas de sus manos, con aspecto suplicante, y se dirigió a mí con la mirada de quien sabe que pide demasiado. —Verá: con todo lo que tenemos, podemos acusar al señor Muñoz por el intento de asesinato de su hermano, y al señor Ortiz por

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inducirlo. Lamentablemente, no sabemos cómo probar la culpabilidad de su mujer. Es una señora muy lista, y no ha dejado ningún cabo suelto, salvo el propio testimonio de su esposo. —Usted dirá. —Necesitamos colocarle un micrófono oculto para que vaya a la residencia de los Ortiz. Tenemos que arrancarle una confesión a doña Christina. Ella se fía de usted, y no contamos con nadie más en condiciones de lograrlo. Aquello ya era demasiado. Por muchas dudas que albergara en mi interior, lo único que sabía con certeza era que la madre de Ana había sido la mujer que me había sacado de un mundo sin porvenir, abriéndome las puertas de un futuro aparentemente inalcanzable. Sin ella, jamás habría salido del pueblo, jamás habría leído, jamás habría estudiado… Puede que desease vengar las heridas de mi hermano, pero nunca enviaría a aquella mujer a la cárcel. Ni siquiera podía creer todavía que estuviera implicada. —Lo siento, inspector, pero no puedo. —¿Lo pensará? Hágalo por nuestra amistad. —No tengo nada que pensar.

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El investigador se incorporó, emitiendo un sonoro suspiro, y se recostó sobre su silla. Me miró con expresión resignada, intentando hacerme entender que había hecho todo lo que había estado en su mano para convencerme civilizadamente. —Lamento oír eso, porque no me deja otra alternativa: tengo órdenes de mis superiores para acusarlo de obstrucción a la justicia, por haber acudido a hablar con don Patricio al recibir el sobre con la prueba que le inculpaba. —¿¿¿Cómo??? —Usted sabe que puedo hundir su carrera si no accede. Es sencillo: coopere lealmente con la policía, logre una confesión de doña Christina y todo este asunto quedará olvidado. No sea tonto y hágame caso. Me levanté de un salto. No estaba dispuesto a seguir escuchando amenazas de aquel maldito desagradecido. Había colaborado plenamente desde el inicio de la investigación, y ahora aquel desgraciado se proponía acabar conmigo si no accedía a sus demandas. Y pensar que había comenzado a considerarlo mi amigo… No pude contenerme:

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—Creo que usted no conoce el significado del término “lealtad”. Podría hablar con la propia señora Einbeck, que sin duda podría darle lecciones gratis. —¿De qué narices está hablando? La despectiva actitud de Fuentes terminó de encolerizarme. Aquella comadreja sin principios había fingido confraternizar conmigo para lograr sus objetivos, y no había tenido el menor reparo en destapar aquella parodia de cordialidad en el mismo momento en que dejó de servirle para su estrategia. —Christina ya sabe lo que es sufrir injustamente por ponerse del lado de aquellos que se sienten acorralados. Ella y su familia renunciaron hace décadas a una vida acomodada por no traicionar a sus amigos. No seré yo quien lo haga. —Sigo sin saber de qué me está hablando. —Pregúnteselo a don Patricio, que tanto parece disfrutar contándoselo todo. Salí del despacho con un portazo. Sentía las rápidas palpitaciones de mi acelerado corazón, y la excitación comenzaba a hacer mella

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en mi estado físico. Mientras me alejaba por el pasillo, aún pude escuchar a Fuentes gritando desde su oficina. —¡Tiene un día para decidirse! Empecé a notarme ligeramente mareado, probablemente por causa de la fuerte tensión acumulada. Sin duda, mis facciones reflejaban fielmente mi estado de ánimo, teniendo en cuenta la cara de asombro que los dos matones del inspector me dedicaron justo antes de salir por el portón de la comisaría. Ya había anochecido. Recorrí a pie un par de manzanas, hasta llegar a los jardines junto a los que había aparcado mi coche. Abrí la puerta y me senté al volante. En el momento de introducir la llave, me percaté de que aún no estaba en condiciones de conducir. Mi pulso mantenía un ritmo endiablado, y mi experiencia me advertía sobre el riesgo de padecer un accidente si decidía ponerme en marcha sin intentar relajarme previamente. No sería la primera vez que sufría un encontronazo circulatorio por conducir con los nervios a flor de piel. Respiré con profundidad, intentando llenar lentamente mis pulmones de aire fresco, aunque tuve la sensación de que aquello no estaba sirviendo para nada. Cuando ya no sabía qué hacer para

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sosegarme,

encendí

la

radio

en

busca

de

inspiración.

Afortunadamente, localicé una emisora que emitía el segundo movimiento del concierto para clarinete de Mozart, toda una invitación a la relajación. Con bastante dificultad, dada la antigüedad del vehículo, logré reclinar el asiento del conductor y me acomodé de la mejor manera posible. El frío de la noche comenzaba a colarse por las rendijas de aquellas puertas desencajadas, así que encendí la calefacción. La acera contigua lindaba directamente con un viejo parque descuidado, que a esas horas apenas registraba movimiento. Con la tranquilidad de quien no se siente observado, me acurruqué en el asiento para disfrutar del inminente calor y de aquella placentera música que serenaba mis sentidos. La tenue luz de una farola cercana apenas atravesaba mis párpados cerrados. Me dormí.

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VIII Un lirio deshojado

El estruendo del camión de la basura me despertó con un sobresalto. Los primeros rayos del sol emergente se filtraban entre las ramas de aquel deprimente parque, mientras los trabajadores más madrugadores comenzaban a invadir las calles con cara de resignación. Sentí un fuerte dolor de espalda, mientras una intensa sensación de frío recorría todo mi cuerpo. La calefacción y la radio habían agotado la batería del coche hacía horas, y aquel gélido amanecer invernal había cubierto de escarcha los cristales del vehículo. Sólo podía observar el exterior a través de un pequeño círculo en la ventana del conductor, probablemente limpio por el calor que desprendía mi propio aliento después de haber pasado varias horas apoyado sobre el cristal. Abrí la puerta a duras penas y salí del vehículo como un oso después de la hibernación. Una señora de aspecto distinguido se retiró nada más verme, temerosa de que un tipo con mi aspecto pudiera hacer algo contra ella o contra el impoluto perro afgano que

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paseaba. Localicé un surtidor de agua en un pequeño claro del parque y me acerque para lavarme la cara. Mi mente no discurría aún a la suficiente velocidad para prever que el mecanismo debía estar sin duda congelado. Volví al coche para certificar la defunción del sistema eléctrico. Giré la llave y el motor respondió con un chirrido que acreditaba mi suposición. Mis tripas respondieron con un grito de auxilio, recordándome que no había probado bocado desde mi visita a la hamburguesería con el miserable de Fuentes. Me hallaba relativamente cerca del Negresco, la flamante cafetería que me había servido de puesto de vigilancia unos días atrás. El simple recuerdo de aquel muestrario de bollería animó a mi estómago para insistir en sus demandas, lo que logró ponerme en marcha sin dilación. Como era de prever, el establecimiento situado frente a la puerta de la comisaría abría muy temprano. Numerosos funcionarios de la policía desayunaban allí, como sugerían las numerosas armas de fuego que se entreveían bajo sus chaquetas. Me senté en una mesa junto al ventanal, con mi bandeja repleta de bollos y pastas. Desde allí divisaba perfectamente la entrada del antiguo convento, donde debería acudir en breve para comunicar a Fuentes mi tajante rechazo a su propuesta de traicionar a mi querida Christina.

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La conversación que habíamos mantenido la víspera evidenciaba que el inspector no conocía la desdichada historia de los Einbeck. Desde niño había escuchado muchas veces aquel espeluznante relato, narrado con orgullo y dolor por diferentes miembros de la familia. Aunque ya habían pasado muchos años desde entonces, aún guardaba nítidamente en la memoria el día que Ana me reveló por primera vez la atormentada infancia de su madre en la Alemania del Tercer Reich, un motivo más para aborrecer el pueblo de mis tíos y a aquellas gentes envidiosas e ignorantes que se dedicaban a escupir sobre el pasado de aquella saga ejemplar. Christina era la segunda y última hija de un adinerado noble germano, que había hecho fortuna en el mundo de los negocios a partir de un abultado y antiguo patrimonio familiar. A principios de los años treinta, todos ellos vivían en un despampanante palacete de Berlín con un nutrido grupo de personas a su servicio. Entre ellos se hallaba la familia formado por Joseph Goldzweig, el chófer del conde, su mujer Ruth, que trabajaba en las cocinas, y el joven hijo de ambos, Daniel, que cuidaba del jardín. La llegada del nazismo colocó a Stephan Einbeck en una difícil disyuntiva: debía elegir entre la acomodaticia sumisión a las nuevas normativas raciales, o la lealtad con aquella familia judía que tantos años había permanecido a su servicio. El conde de Prenzlau era un hombre de

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fuertes convicciones morales que decidió finalmente mantenerse fiel a sus principios, ocultando a aquella buena gente para salvarlos del exterminio. Una vez estallada la guerra, la policía descubrió a los Golzweig escondidos en los sótanos de la mansión, y los envió al campo de concentración de Mauthausen. Nunca más se supo de ellos. Por su parte, el padre de Christina cayó en desgracia ante las autoridades del régimen, que lo despojaron de todo su patrimonio. Apenas pudieron conservar algunas joyas de la familia y un par de cuadros de gran valor, entre ellos el retrato del abuelo de Ana que presidía el salón de la residencia de verano de los Ortiz. Los Einbeck vagaron durante años por las calles berlinesas, ayudados discretamente por los pocos amigos que mantuvieron tras su comportamiento heroico. Finalmente, durante la brutal conquista soviética de la capital germana, los condes y su hija mayor fueron víctimas del fuego ruso, quedando Christina sola e indefensa en aquel mundo arrasado. Huyó hacia el oeste de Alemania, una intuición que terminó resultando providencial. Poco después, la vida de aquella gente quedó dramáticamente marcada por el lugar donde asistieron al reparto del país entre las fuerzas vencedoras. Ya a finales de los años cincuenta,

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aquella pobre criatura tropezó inesperadamente con un acaudalado farmacéutico extranjero, que había acudido a Frankfurt por cuestiones de negocios. Fue así como los padres de Ana se conocieron. Mientras daba cuenta de mi generoso desayuno, eran muchas las dudas que me asaltaban sobre la supuesta inocencia de Christina en el accidente de Simón. Aun así, sería incapaz de arrojar a los calabozos a una mujer que me lo había dado todo, y que tanto había sufrido en esta vida por ser fiel a sus ideales. Puede que negándome a entregarla, estuviera poniendo punto y final a mi carrera como abogado, pero si optase por colaborar, jamás podría dormir en paz durante el resto de mi vida. Decidido a afrontar mi destino, me levanté de la mesa para pagar el desayuno. Cuando me acerqué a la caja, volví a notar aquellos inocentes ojos verdes clavándose en mi cara. La joven que me había atendido días atrás me reconoció al instante. —Buenos días. ¿Qué le cobro? —Pues un café con leche, un croissant con mermelada, una napolitana de chocolate, media docena de rosquillas y un zumo de naranja.

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—¿Tenía usted hambre, eh? La miré avergonzado, mientras ella bajaba la vista con una sonrisa de inofensiva picardía. Aquel encuentro era una de las pocas cosas buenas que me habían ocurrido en varios días. —No me trates de usted: me llamo Íñigo. Creo que ya nos conocemos. —Pues sí: hemos coincidido en varias conferencias de la Facultad, aunque yo todavía estoy empezando la carrera. Me llamo María. —¿Y qué haces aquí? —Pues ganarme un dinerito para pagar los estudios… Mientras la saludaba por encima del mostrador, sentí sus dedos temblorosos, pequeños y suaves. Instantáneamente me abochorné, al notar mi mano sudorosa, ofrecida con la flacidez de un solomillo. Intenté sobreponerme a la ansiedad, pero la repentina percepción de mi propio desaliño me sumió en un estado de avergonzada inseguridad. Estaba

demasiado nervioso para

pensar con

anticipación en lo desagradable que suele resultar una mano húmeda, caliente y blanda, ofrecida por un perfecto desconocido. Lo

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cierto es que nunca me había caracterizado por mi osadía romántica, pero tampoco tenía mucho que perder. —¿Podría invitarte algún día a tomar un café? —Hombre… sí, creo que sí. La sonrisa había abandonado su rostro súbitamente. Una mezcla de pudor y prevención la había colocado a la defensiva, algo perfectamente comprensible a la vista del nefasto aspecto que yo debía presentar tras dormir toda la noche en mi coche. Aun así, la suerte ya estaba echada. —¿A qué hora terminas? —Esta semana tengo turno hasta las tres. —¿Te importa que pase un día a recogerte? —Vale… vale. —Pues quedamos así. Hasta luego, María. —Hasta luego, Íñigo. Mientras me dirigía a la puerta, de pronto recordé que, con los nervios, me había olvidado de pagar el desayuno. Di la vuelta, y la pillé siguiéndome con la mirada.

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—Perdona, es que no te he pagado… —¡Ay, sí! Son nueve cincuenta. —Toma. Quédate con el cambio. Hasta luego. Mentiría si dijera que aquel encuentro resultó globalmente placentero. Las gotas de sudor poblaban mi frente, mientras comenzaba a percibir mi falta de aseo con una intensidad creciente. La vergüenza por mi aspecto y la torpeza de mis reacciones lograron que el recuerdo de aquel momento me carcomiera por dentro. Sin duda, no había elegido el mejor día para presentarme ante aquella dulce camarera rubia, por la que comenzaba a sentirme sospechosamente atraído. Intenté dejar la mente en blanco, mientras atravesaba el paso de cebra que conducía al portón de la comisaría. Al llegar, pregunté por el inspector a los fornidos guardias de la entrada. Me dejaron pasar, con la rapidez mecánica de quien espera a alguien de antemano. Atravesé innumerables galerías del edificio, que ya empezaban a resultarme familiares. Finalmente, acabé frente a la puerta del despacho de Fuentes, cuya voz se podía escuchar desde el pasillo, concluyendo una conversación telefónica. Cogí aire lentamente,

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consciente del paso crucial que me proponía dar, y golpeé el cristal con los nudillos. —¡Adelante! —Buenos días, inspector. Aquella sanguijuela me recibió con una sonrisa que insinuaba su certeza sobre mi claudicación. Probablemente desconocía que en el mundo aún quedaba gente dispuesta a mantener sus ideales a pesar de las amenazas. —¡Hombre, Cortázar! Le esperaba. —No me voy a andar con rodeos: vengo a decirle que no pienso traicionar a la señora Einbeck. Lo que haga usted, es cosa suya. Para mi sorpresa, el policía no abandonó su sonrisa, aun a sabiendas de que mi negativa a colaborar echaba por tierra su investigación. Sólo se me ocurrían tres posibilidades: o bien había perdido interés por capturar a Christina, o bien había descubierto otro modo de proseguir la cacería, o bien guardaba un as en la manga para lograr mi rendición. —¿Supongo que el enorme sacrificio de su familia por permanecer fiel a unos judíos habrá influido en su decisión?

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—Veo que se ha informado. —Pues sí. Ayer, después de marcharse, no pude evitar la tentación de preguntar al señor Ortiz por este asunto. Lamento comunicarle que esa novela barata no tiene la menor relación con la realidad. —¿Cómo? El inspector se reclinó sobre el respaldo de su asiento, con la característica pose prepotente que adoptaba cada vez que iniciaba una nueva lección magistral. —Lo cierto es que hay un dato que sí es rigurosamente cierto: su identidad. Efectivamente, la mujer de don Patricio es hija de Stephan Einbeck, conde de Prenzlau. Lo demás es todo falso. —¿Cómo que es todo falso? —Pues verá: a principios de los años treinta, el conde era un pobre aristócrata sin fortuna que apenas había heredado el título y poco más. Ingresó en el partido nacionalsocialista, donde progresó rápidamente hasta alcanzar cierta posición. Con la llegada al poder de Adolf Hitler, el ambicioso Stephan logró unas sustanciosas contratas de suministro militar, que pudo llevar a cabo gracias a la ocupación de antiguas fábricas expropiadas a algunos empresarios

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judíos. Al finalizar la guerra, tras la toma de Berlín, el matrimonio Einbeck y sus dos hijas cayeron en poder de los rusos. La pequeña Christina pudo salvarse saltando del camión que los conducía a un campo de concentración soviético, donde toda su familia terminó pereciendo. No era capaz de percatarme de que tenía la boca abierta. ¿Acaso la historia que me habían contado no era más que una patraña? Me parecía inconcebible que el viejo señor Einbeck, al que se adoraba en casa de los Ortiz como a un auténtico héroe, fuese en realidad un corrupto colaboracionista del régimen nazi. —¿Cómo ha sabido usted esto? —Me lo contó el propio señor Ortiz. Mi capacidad de asombro comenzaba a tambalearse. Fue el propio don Patricio quien me confirmó, con todo lujo de detalles, la admirable gesta de su difunto suegro cuando yo apenas era un niño, ante la mirada orgullosa de la pequeña Ana. También recuerdo cómo me sugirió que no preguntase directamente a Christina por aquello, pues el recuerdo de su padre la atormentaba. —¿Qué interés tenían ambos en ir difundiendo, a los cuatro vientos, una fábula semejante? No era más fácil correr un tupido velo

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sobre aquellos vergonzosos acontecimientos, sin asumir el riesgo de ser descubiertos. —Por lo visto, el señor Ortiz creyó la fascinante novela inventada por su mujer, a pies juntillas, durante bastantes años. Probablemente, ella debió de tergiversar su pasado para ser aceptada por aquel joven millonario del sur, que apareció en su vida personificando una última oportunidad de revivir aquella infancia de lujo y ostentación. —¿Y cómo descubrió la verdad? —Don Patricio me contó que durante años intentó visitar Tierra Santa con su mujer sin ningún éxito. Le animaba a seguir la pista de aquellos judíos cuya vida supuestamente había salvado. La feroz negativa de la señora Ortiz comenzó a escamarle, y decidió investigar por su cuenta. Mi expresión de desconfianza no logró sorprender a aquel astuto policía. Tomó una gruesa carpeta azul que tenía sobre su escritorio y me la lanzó con desgana. —Yo también he hecho mis indagaciones. De hecho, apenas he pegado ojo. Anoche me coloque frente al ordenador, revisando cientos de archivos sobre el holocausto, hasta que logré dar con el dichoso Stephan Einbeck. Ahí lo tiene todo. Lo siento, no cabe la

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menor duda: la señora Ortiz es la mayor farsante que he conocido en mi vida. ¿Nos ayudará ahora a desenmascararla? El inspector me miraba a la expectativa, con la esperanza de asistir a mi rendición definitiva. Lo cierto es que ya no tenía el menor sentido seguir protegiendo a Christina: no sólo había conspirado para atentar contra mi hermano, sino que además había construido toda su exitosa vida sobre una gran mentira. Agaché la cabeza sin ocultar mi sentimiento de derrota, y contesté con un hilo de voz. —Lo haré. Como si fuera un resorte, Fuentes dio un salto desde su asiento y me pidió que lo acompañara. Nos dirigimos a una pequeña habitación del piso superior, a la que se accedía por una estrecha escalera secundaria. Un hombre de mediana edad y aspecto desaliñado me pidió que me sentara en un taburete alto. Las paredes de aquel reducido laboratorio se hallaban cubiertas por aparatos electrónicos de estética notoriamente desfasada. El técnico comenzó a sacar cables de un cajón, como quien realiza una actividad tediosamente rutinaria. Yo había claudicado, y me limité a dejarme llevar. El inspector se mostraba nerviosamente contento, en contraste con el

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gesto mortecino de aquel pobre encargado de las escuchas, cuya voz nunca llegué a conocer. —Levántese la camisa, Cortázar: le vamos a colocar un micrófono. ¡Dios mío! ¿Conoce usted el desodorante? —Lo siento, inspector: ayer no pude ducharme y hoy he dormido en el coche. —No sabía que su situación fuera tan precaria… En fin, a lo nuestro. Como ve, se trata de un mecanismo bastante obsoleto, así que procure no hacer cosas raras. —Lo siento, pero en estas circunstancias necesitaré que me aclare qué es una cosa rara. —¡No se me ponga estupendo! Usted ya me entiende… no salte, no se abrace con nadie, no se moje, no se golpee con nada… Mientras conversábamos, el técnico cortaba meticulosamente tres tiras de esparadrapo: dos largas y una corta. Antes de que me diera cuenta, aquel funcionario sonámbulo ya había adherido las cintas sobre mi piel, sin tener el detalle de afeitarme previamente. Utilizó las de mayor longitud para fijar el rudimentario artefacto sobre mi pecho, mientras con la pequeña sujetaba un cable que quedaba

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colgando. Pensé que con aquel descuido, la jefatura de policía me regalaba un vale para una próxima y dolorosa sesión de autodepilación pectoral gratuita. Supongo que aquellos agentes no estaban para delicadezas de ese estilo. —Cortázar, quiero que me escuche atentamente: intente ser natural. Usted ha ido a visitar a doña Christina para saber cómo se encuentra tras la detención de su marido. Procure no impacientarse, alargue la conversación, haga que se sienta cómoda… Sólo así podremos sacarle algo. —¿Por qué narices me va a contar nada? —Porque usted le dirá que su marido la ha delatado, y que cree que la acusación es cierta. Aun así, tiene que ponerse de su parte, y le dirá que la comprende. Su hermano le robó la novia, y abusó de la confianza que todos habían depositado en él: se lo merecía. —No lo veo claro… —Yo tampoco, pero es lo único que podemos hacer. Salí de la comisaría para coger mi coche. El inspector había insistido en la necesidad de acudir cada uno por su cuenta, con el fin de lograr que el engaño resultase más creíble. Mientras caminaba

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hacia el parque, a medio camino, recordé que tenía la batería completamente descargada. Volví sobre mis pasos y encontré a Fuentes entrando en la furgoneta de seguimiento que me acompañaría hasta la mansión de los Ortiz. —Lo siento, inspector. ¿Podrían arrancarme el coche? El investigador puso cara de desesperación, ante la mirada vacía del técnico de sonido y la estupefacción de los dos agentes de refuerzo que les acompañaban. Me lanzó una mueca para entrar en el vehículo con el que nos acercamos a los viejos jardines junto a los que había dormido. La situación resultaba ciertamente surrealista: unos policías en misión secreta colocaban en doble fila una furgoneta camuflada, para intentar arrancar con unos cables el motor de un viejo coche destartalado. En medio del trajín, un guardia municipal se acercó para interesarse por nuestra situación con aire prepotente. Al verlo, Fuentes entró en cólera, despachándolo de malas maneras tras mostrarle su placa. —¿No tienes nada mejor que hacer? ¡Vete a poner multas por bajar las basuras a deshora y déjanos trabajar!

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Por fin nos pusimos en marcha, en dirección al número 34 del paseo de Colón. El furgón de la policía, que intentaba simular una camioneta de reparto, aparcó junto a la puerta de la mansión situada enfrente de nuestro objetivo. Yo tuve que dejar mi coche a unas manzanas del lugar, lo que demostró la inutilidad de acudir en dos vehículos diferentes: podían haberme dejado a unos metros de allí y nos habríamos evitado el espectáculo del parque. Aun así, teniendo en cuenta el nerviosismo de Fuentes, decidí que no haría el menor comentario al respecto cuando me reencontrase con él. Subí lentamente las escaleras de la entrada, procurando compatibilizar el cuidado del micrófono con una gestualidad natural. Llamé a la puerta y nadie contestó. Miré impotente hacia la furgoneta, donde vi al desquiciado inspector intentando desviar mi mirada con un lenguaje no verbal que no dejaba lugar a la duda. Insistí y, por fin, la puerta se abrió. Era Margarita, la cocinera, que por lo visto aún no se había habituado a atender la entrada desde la muerte de Mario. —Buenos días, don Íñigo. Pase, por favor. —Gracias Margarita. ¿Está la señora? —Acabo de verla en el comedor de verano. Pase usted mismo.

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Mientras la cocinera se retiraba por un pasillo de servicio, yo enfilé la galería de mármol que conducía al efímero nuevo estudio de don Patricio. Golpeé con firmeza la gruesa puerta de madera, esperando una respuesta. —Adelante, Íñigo. Noté el vello de mis brazos erizándose, mientras un asfixiante nudo atenazaba mi garganta. ¿Cómo sabía Christina que era yo? Todavía no estaba muy convencido sobre su culpabilidad, pero aquel recibimiento logró que un escalofrío recorriera mi cuerpo como una descarga eléctrica. Abrí las dos hojas correderas de la puerta, y entré en la habitación. La madre de Ana llevaba un vestido completamente blanco con encajes, similar al que portaba el otro día en el hospital. Permanecía sentada en el sofá traído desde la biblioteca, expectante, con el porte altivo de una dama de la alta sociedad. —Buenos días, Christina. ¿Cómo se encuentra? —Desolada. Nadie que conozca a Patricio puede creer lo que la policía está diciendo de él. ¿No crees, Íñigo?

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Aquellas afligidas palabras de una amante esposa no se correspondían en absoluto con el lenguaje no verbal de la señora Ortiz. Paradójicamente, había acompañado sus tristes lamentos con una sonrisa siniestra, una expresión que jamás había percibido en todos aquellos años de amistad. Desde aquel momento, un miedo irracional se apoderó de mi alma perturbada. Aun así, había ido allí con una misión concreta, y no pensaba desertar a las primeras de cambio. —¿Sabe lo que ha declarado su mari… —Perdona que te interrumpa, querido: creo que deberías darte un baño. No hay nada como una piscina tibia para superar este ambiente gélido. ¡Hace años que no pasamos un invierno tan desagradable, por Dios! —¿Cómo dice? ¡Ah, no! No me apetece, gracias. Además, no he traído bañador. Como le decía, su marido ha decla… —Lo supuse. Margarita ha encontrado uno de Patricio que te irá de perlas. Ya tienes el vestuario preparado. Pero si estás tiritando… ¡Vamos, no te hagas el remolón!

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La proposición de Christina echaría todo el plan por la borda. Ella seguía observándome, con aquel gesto de perverso divertimento que ponía los pelos de punta. —Gracias, Christina, pero prefiero no bañarme. El rostro de la señora Ortiz se transformó de inmediato. Aquella maliciosa sonrisa abandonó sus rasgos bruscamente, adoptando una pose verdaderamente amenazadora que renunciaba a los adornos de una falsa cortesía. —Yo creo que sí te apetece bañarte. ¿No es cierto? La función había concluido. Ya no tenía sentido seguir fingiendo. Aunque me reconocía incapaz de adivinar cómo lo había averiguado, lo cierto es que Christina sabía perfectamente que yo llevaba un micrófono adosado a mi cuerpo. Su invitación no tenía nada de inocente. Con los movimientos pesados de un hombre llevado al cadalso, me encaminé a la piscina cubierta a través de las puertas de cristal. Nada más correr la primera vidriera, la pose de la madre de Ana se suavizó, devolviendo a su rostro la elegante simpatía que siempre había considerado consustancial a su personalidad.

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—Te prepararé algo. ¿Preferencias? —Lo que quiera, gracias. Christina se dirigió al mueble-bar, y comenzó a preparar dos copas con su bebida favorita para los aperitivos matutinos: Martini rojo, zumo de naranja y Campari. Mientras me acercaba a los vestuarios anexos a la piscina, mi mente trabajaba a toda velocidad, intentando descubrir una alternativa que pudiese salvar aquella imprevista situación. Entré en el pequeño cambiador y encendí el grifo de la ducha. De fondo, podía escuchar el sonido de los hielos golpeando contra la pared interior de las copas y el ligero rumor de un disco de Sinatra. Aunque la música y el agua podían amortiguar mis palabras, la posibilidad de quedar al descubierto me aterrorizaba. Acerqué mi boca al micrófono y comencé a susurrar. —Inspector, sé que me escucha. Su plan se ha ido al carajo, pero aún tenemos una oportunidad. Hágame caso: dentro de diez minutos, llame a la puerta y consiga que Christina salga un momento. Sólo necesito un minuto a solas. Después permita que vuelva conmigo, y ustedes no se alejen mucho de la casa. Si me ha entendido, haga sonar tres veces el claxon de la furgoneta.

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Cerré el grifo del agua, e intenté afinar el oído como un gato hambriento. A los pocos segundos, el lejano sonido de una bocina me puso en marcha. ¡Adelante! Me quité la camisa y afronté la dolorosa necesidad de deshacerme del micrófono. Decidí acompañar cada tirón con un sobreactuado tosido, para solapar el sonido del esparadrapo despegándose de la piel. Bastaron cuatro o cinco intentos para quitarme aquel maldito aparato, que guardé cuidadosamente en un bolsillo de mi pantalón. Me volví hacia el espejo y comprobé que la desagradable maniobra había dejado mi torso adornado con unos extraños surcos depilados. La cosa no tenía remedio, así que me puse sumisamente el bañador de don Patricio, que quizás me aguardaba en aquel vestuario desde antes de decidirme a delatar a mi mentora. Volví a abrir el grifo y aproveche la ducha para quitarme los restos de adhesivo. Por fin, me dispuse a salir a la brumosa sala de baños, donde mi anfitriona me esperaba con las bebidas preparadas. Sonreía con despreocupación, consciente de la victoria que acababa de lograr. Aprovechó la ocasión para desplegar aquella sorna que lucía sólo en las ocasiones especiales. —Tienes una tos muy fea, Íñigo. Te mandaré a nuestro médico.

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—No creo que lo necesite. Gracias. —Desde luego, lo que sí te convendría es una cita con mi depilador. No consigo descubrir el sentido estético en ese pecho a franjas. Pareces una cebra. Christina disfrutaba regodeándose con mi humillación. Me acercó un grueso albornoz blanco, reconociendo así que el único objetivo de toda aquella farsa era evitar que la grabasen. Hacía tiempo que las cartas estaban boca arriba, así que decidí terminar de una vez por todas con aquella ostentación de esgrima dialéctico. —¿Cómo supo que llevaba un micrófono? —Eres más tonto de lo que pensaba. Piensa en un individuo que haya seguido este proceso desde un principio, y que disfrute de contactos en la Jefatura para conocer previamente cada paso de la policía. —¡Ybarra! Recordé la advertencia de Fuentes en la hamburguesería: las paredes de la comisaría tienen oídos. Puede que aquel técnico de sonido de aspecto mortecino hablase más de lo que parecía. Mientras yo seguía intentando atar los nuevos cabos, Christina avanzó

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decididamente hacia los vestuarios, dedicándome una inconfundible seña para que me quedara donde estaba. Volvió a los pocos segundos, caminando pausadamente, con el trasmisor en la mano. Aunque esperaba de ella alguna muestra de su decepción, tras certificarse mi evidente traición, lo cierto es que ni siquiera llegó a mirarme. Revisó ligeramente el micrófono con un vistazo rápido y lo lanzó a la piscina con desgana. Siguió su trayectoria con la mirada, mientras se sumergía lentamente en el agua, y sorbió de nuevo el vermut con la vista perdida. —Efectivamente. Puede que no seas tan estúpido como te has empeñado en parecer. Caminamos lentamente hasta el comedor de verano, donde Christina se acomodó en el vasto sofá de estampado floral, procedente de la vieja biblioteca de los Ortiz. —No me puedo creer que don Ignacio haya traicionado de esa manera a uno de sus mejores clientes de toda la vida. —¡Qué ingenuo eres, querido! El cliente es el que paga y después de la previsible condena de Patricio, yo seré quien decida el destino del dinero. Después de todo, un abogado es como un caddie: sabe

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mucho más que tú sobre el juego, pero si le pagas no dudará en llevarte los palos. Todo apuntaba a que el gran jurista había refrendado la fama de escasa fidelidad que arrastran los letrados de todo el planeta. Ybarra sabía que el farmacéutico estaba perdido, y había tenido noticia de que la policía pensaba utilizarme para sonsacar la verdad a Christina. Sin duda, vio en aquella oportunidad la ocasión de hacer buenas migas con la futura reina del imperio Ortiz. Mientras mi interlocutora degustaba nuevamente su coctel, el timbre de la puerta sonó por sorpresa. ¡Había llegado la caballería! Intenté parecer distraído con mi bebida para retrasar la confesión, haciendo girar en mi copa el palillo que ensartaba la aceituna de rigor, pues todo lo que reconociese Christina en esos momentos se perdería para siempre. En ese instante, ambos pudimos escuchar los acelerados pasos de Margarita, acercándose por el corredor. —Señora: don Julio Fuentes, de la policía, la requiere en la puerta. La madre de Ana giró ferozmente la cabeza hacia mí, buscando atravesarme con la mirada. Sospechaba algo, aunque era incapaz de adivinarlo. Mantuvo su vista clavada en mis ojos durante varios segundos, permitiéndome así descubrir una mente que trabajaba a

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una velocidad de vértigo. Finalmente, concluyó que no tenía más remedio que recibir al inspector. —Discúlpame un momento, querido. Los hombres sólo os diferenciáis de los niños en el precio de vuestros juguetes, y a Fuentes se le ha roto el suyo. Christina abandonó la estancia y avanzó solemnemente por el pasillo, con Margarita siguiéndola a pocos pasos. Esperé unos segundos hasta escuchar la voz de Fuentes procedente de la entrada. Salté en dirección al escritorio y abrí el cajón superior. ¡Lo sabía! Ahí seguía la nueva grabadora de don Patricio. Se trataba de un aparato que funcionaba con cintas magnetofónicas. Apreté el botón de rebobinado, y para mi desesperación, pude comprobar la escasa velocidad desarrollada por aquel pequeño motor eléctrico. De pronto, el estruendo provocado por la puerta principal de la mansión al cerrarse golpeó mis oídos como un auténtico mazazo. La cinta seguía rebobinándose con una lentitud exasperante y apenas disponía de tiempo para poner la grabación en marcha. Los pasos de Christina retumbaban por el pasillo como el segundero de una bomba de relojería. Sentía el sonido de sus tacones a escasos metros de la puerta, cuando sobresaltado decidí apretar el pulsador rojo.

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Mientras las puertas se abrían ante mis ojos, con el corazón al borde del colapso, introduje atropelladamente la grabadora en el bolsillo del albornoz. —Perdona, Íñigo. Tu amigo ha venido a citarme para mañana por la mañana. ¿Por dónde íbamos? —Creo que me iba a describir lo que ha sucedido, en realidad, durante las últimas semanas. Christina me miró con un gesto de cariño, casi de ternura. Mi candidez despertaba en ella un sentimiento verdaderamente maternal. —¿Y por qué te lo iba a contar? —Pues porque usted sabe que yo estoy de su parte. Siempre he tenido un gran aprecio por usted y jamás podría… —¡Alto, alto! Creo que te has perdido hace unos cuantos episodios. Este rollo que me estás soltando era el plan inicial de Fuentes, pero te recuerdo que desde entonces he descubierto que tu lealtad hacia mí ha decaído notablemente, tras investigar mi biografía… digamos… alternativa.

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¡Cómo podía ser tan estúpido! Ya no servía para nada la estrategia inicial, basada en el apoyo incondicional de un joven impresionable hacia una mujer idolatrada. Tendría que explorar una nueva vía por la que acceder al verdadero fondo de la cuestión. Sin embargo, el tosco lenguaje de Christina, casi vulgar, lograba desconcentrarme por su contraste con los modos aristocráticos de los que siempre había hecho gala hasta entonces. —De acuerdo, lo reconozco: la imagen que tenía de usted ha sufrido un brusco deterioro durante las últimas horas. Aun así, hace años que nos conocemos y me cuesta creer lo que Fuentes y don Patricio me han contado de usted. ¿Qué interés tenía usted en perjudicar a mi hermano? ¿Por qué don Patricio se ofreció a colaborar en aquel plan? ¿Qué sucedió con Mario? Se trata de mi familia, de mi novia… Compréndalo. Jamás podría delatarla: sería su palabra contra la mía. Necesito saberlo, y usted no tiene nada que perder. Christina me había escuchado atentamente y su rostro había abandonado aquella tensión defensiva hasta adoptar una expresión que permitía intuir un atisbo de lástima. Algo me decía que la había impresionado. Suspiró al observar su copa vacía y se incorporó para prepararse un nuevo Martini.

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—¿Quieres otro? —No, gracias. Mientras se llenaba el vaso con generosidad, Christina comenzó a hablar con un tono distante, reposado, con la falta de pasión de quien relata algo tan evidente que jamás necesitaría ser explicado. —Tu hermano siempre ha sido un estúpido, no finjas que no lo sabes. Y que conste que yo no tengo nada en contra de los imbéciles, siempre he estado rodeada de ellos, pero al menos agradezco que tengan algo de picardía. Y Simón, además de su evidente ignorancia, nunca ha demostrado ni siquiera ser listo. Jamás habría sacado una familia adelante. ¿Qué madre querría ver a su única hija en los brazos de semejante energúmeno? —¿Pero hacía falta matarlo? —¡Mi querido Íñigo…! Nunca he entendido tu desorientado sentido de la compasión. Uno debe sintonizar con sus iguales, y tú pareces empeñado en empatizar con gente que no tiene nada que ver contigo: eres inteligente, distinguido, estudioso, guapo, sensible, educado… Simón y sus amigos son un eslabón perdido en la evolución, que jamás deberían aspirar a determinadas metas. Al menos eso sí que deberían saberlo.

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Las descarnadas palabras de Christina se hundían en mis entrañas como dagas al rojo vivo. Siempre recordaré aquella mañana de invierno como el instante en que asistí a la transformación de un ángel en demonio, como una mariposa que involucionase hasta convertirse en gusano, destapando la verdadera naturaleza de un espíritu mezquino que jamás debió escapar del abismo. A pesar de mis sentimientos heridos, decidí hacer todo lo que estuviera en mi mano por mostrarme fríamente distante, en un intento sobrehumano por evitar la interrupción de la confesión que salía de aquella boca miserable como un vómito del infierno. —¿Y los deseos de Ana? ¿Acaso no cuentan? —Mi hija es otra pobre idiota, pero ni siquiera el hombre más poderoso del mundo elige a su familia de sangre. Para ti ya estaba bien, lo entiendo: es atractiva, sumisa, elegante, rica… pero a mí me ha tocado ser la madre de una imbécil sin remedio. No se lo deseo a mi peor enemigo. La decisión de abandonarte por tu hermano fue uno de los mayores fracasos de mi vida. No podía permitirlo. —¿Y don Patricio? —Te prefería a ti como novio de Ana, evidentemente, pero nunca ha tenido lo que hay que tener cuando las cosas se ponen

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complicadas: jamás se ha visto en la necesidad de sacarse las castañas del fuego, como la mayoría de los grandes herederos de este mundo. Es un inútil. Cristina se mostraba injustamente crítica con su marido, quien había mantenido y ampliado con ingenio el próspero negocio familiar. De hecho, el patrimonio recibido de sus padres constituía actualmente una parte ínfima de su fortuna, multiplicada gracias a las eficaces inversiones realizadas en diversas multinacionales farmacéuticas desde que él tomó las riendas del imperio Ortiz. Parecía que aquella mujer embustera, tras décadas acostumbrada a vivir en la opulencia sin más preocupaciones que elegir su vestuario, había terminado por convertirse en un ser insensible y egocéntrico, desprovisto de entrañas para reconocer un solo rasgo positivo en las personas de su entorno. —¿Cómo consiguió involucrarlo? —Le amenacé con airear su aventura con la becaria esa… Maribel, la pelirroja que se ofreció para rescatarlo de la policía por la compra del explosivo. ¡Qué romántico…! Mi marido no es tonto, y sabía perfectamente que un divorcio en esas condiciones lo habría arruinado. Además, habría perdido a Ana para siempre. Cuando planifiqué lo que debía hacerse, supe de antemano que Patricio sería

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incapaz de ejecutarlo personalmente. Siempre ha sido un gallina, así que propuse la idea de contratar a un profesional. Y ya no supe más del tema: cuanto más lejos, mejor. Eso sí, me aseguré de conseguir el frasco de explosivo con sus huellas dactilares. —¿Y por qué me lo envió? —¿Tú qué crees? Me prometí que jamás se iría de rositas, después de haberse revolcado con aquel putón por todos los hoteles de la ciudad. El rostro de Christina recobró la ferocidad por un momento. El recuerdo de la infidelidad de su marido la seguía martirizando, pese al escaso aprecio que parecía sentir por él. Era, simplemente, una cuestión de orgullo. —O sea, que el objetivo era doble: separar a Ana de Simón, y echarle el muerto a su marido, nunca mejor dicho. —¡Enhorabuena, Sherlock! —¿No pensó que el señor Ortiz la delataría? —La verdad es que no. El plan consistía en hacer creer a Patricio que el chivatazo del frasco era cosa de algún amigo de Simón, pero tuvo que llegar el lerdo de Mario para dejar sus huellas en el sobre.

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¡Ese yonki estúpido…! Ya se sabe: si quieres que algo se haga bien, hazlo tú mismo. —¿Qué le pasó a Mario? La madre de Ana volvió a llenarse la copa de Martini sin mostrar el más mínimo sentimiento de culpa. Pude observar que su mano apenas trasmitía ningún atisbo de nerviosismo, fenómeno del que podían extraerse dos conclusiones evidentes: aquella mujer era inequívocamente una enferma moral, y yo había conseguido que se sintiera segura relatándome lo sucedido. —Ya sabes, querido, tuvo un desgraciado accidente. —En serio… —Habíamos hecho un trato: él me haría recados delicados sin preguntar y yo le proporcionaría recetas médicas. Pero me falló a las primeras de cambio y yo no podía dejar un reguero de pistas. Así que, cuando me enteré de que había manipulado el sobre sin guantes, le invité a tomar una copa para celebrar nuestro pacto y añadí un narcótico en su bebida. Ningún forense se sorprendería de encontrar esta sustancia en el organismo de un politoxicómano. Después le pedí que me cambiara una rueda del coche. Al llegar al garaje ya estaba bastante aturdido y fue apagándose poco a poco. Cuando se

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quedó dormido, encendí el coche, puse la radio, cerré el portón y hasta otra. —Muy eficaz. ¿Y ahora qué piensa hacer? —Pues disfrutar de mi victoria. Christina me miró radiante, confiada tras su apabullante triunfo. Levantó la copa, brindando por su éxito, mientras una sonrisa complacida iluminaba su rostro. —Es cierto que no he conseguido librarme de Simón, pero ha quedado tan desfigurado que la superficial de Ana lo cambiará por otro en menos de una semana. Patricio está acabado, e incluso he sobornado a su abogado para que lo defienda tan mal que no pueda salir de prisión en menos de treinta años. Supongo que debo buscar algún alma solitaria que quiera compartir mi buena suerte conmigo. —¿Ya ha pensado en alguien? Mi anfitriona cambió de expresión, adoptando un ademán coqueto que jamás había percibido en tantos años de supuesta amistad. Fijó sus inmensos ojos azules en mi rostro y prosiguió con tono seductor. —Pues sí, querido. Te veo muy solo…

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La fingida sugerencia de Christina era un mero divertimento. Disfrutaba

escandalizándome,

después

de

varias

décadas

interpretando un papel que le aburría soberanamente. De pronto, las puertas correderas que daban a la galería se abrieron con estrépito. Era la pobre Ana, que tras observar fugazmente a su madre, entró pausadamente en la sala con la mirada ausente. —Hola, mamá. ¿Qué tal, Íñigo? No hace falta que finjáis. Llevo escuchando a través de la puerta desde hace un buen rato. El rostro de Christina se quebró con una mueca de terror. Soltó inconscientemente su copa de Martini, que estalló en mil pedazos al chocar contra el mármol blanco. Casi no podía articular palabra. —Anita, cariño… Tenemos que hablar… Vamos a sentarnos y a tranquilizarnos. —¡Cállate, mamá! Hace tiempo que lo sé todo. —¿Y por qué no me habías dicho nada? —No me hagas hablar… La expresión de Ana fue evolucionando desde un estado casi sonámbulo hasta adoptar un ademán colérico. Las piernas le temblaban al caminar, mientras las lágrimas se acumulaban en sus

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mejillas. Más que hablar, bramaba, clavando su mirada en los ojos de Christina con un gesto de odio incontenible. —Anita, mi amor… Yo lo he hecho todo pensando en ti. —¡Y un cuerno! Si no llega a ser por mí, quizás tú también estarías pudriéndote en los calabozos con papá, y yo me habría quedado sola para siempre. Y por si fuera poco, ¡ahora intentas acostarte con mi novio! —¿Pero qué estás diciendo? —Hace unos días te escuché hablando con Mario en el jardín. Imaginé lo que maquinabas y os seguí hasta el garaje. Que sepas que te quedaste corta con la dosis de somníferos. Si no llego a golpearlo en la cabeza, todo tu plan se habría ido al traste. Aquellas palabras ratificaban la descripción que Christina había esbozado poco antes sobre su propia hija: no era tan buena chica como yo siempre había creído, y su capacidad intelectual dejaba bastante que desear. ¿Por qué se autoinculpaba inútilmente? Aun así, no fui capaz de permanecer callado por más tiempo. —Pero Ana, ¿cómo has podido mezclarte en este asunto?

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—¿Te crees que soy imbécil? Lo de Simón ya no tenía arreglo, papá estaba acabado, y si mamá también era condenada por intento de asesinato, puede que esta familia quedase arruinada para siempre. ¿De qué iba a vivir? Definitivamente, aquella chica era más tonta de lo que yo nunca hubiera imaginado. Aunque las indemnizaciones y el desprestigio social habrían hecho mella en su patrimonio, la riqueza de los Ortiz daba para eso y para mucho más. Ana se giró hacia su madre y, con los ojos inyectados en sangre, prosiguió. —Quiero que sepas que nunca te perdonaré lo que les has hecho a Simón y a papá. —Te comprendo, cariño. Pero cuando seas madre, comprenderás que todo esto lo he hecho por ti. Ahora lo importante es que no salga de aquí una sola palabra de todo este asunto. ¿Está claro? Christina hablaba pausadamente, con el tono pedagógico de quien desea hacerse entender por un niño pequeño. Por su parte, su hija intentaba secarse las lágrimas con las mangas de la blusa, con la expresión ausente de una pobre demenciada. Mientras la señora Einbeck confirmaba el sometimiento de Ana a sus designios, se giró hacia mí para obtener una respuesta semejante.

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—Intentaremos

retomar

nuestras

vidas

con

normalidad,

rebobinando lo que ha pasado durante estos días. ¿Podrás hacerlo, Íñigo? —No sabe usted cómo. Introduje la mano en el bolsillo del albornoz y extraje la grabadora de don Patricio. Detuve la cinta con parsimonia y apreté el botón para hacerla retroceder. El gesto de ambas mujeres se tornó la pura imagen del horror. Unos segundos después, apreté el mando de reproducción. —…matar a Simón, pero ha quedado tan desfigurado que la superficial de Ana lo cambiará por otro en menos de una semana. Patricio está acabado, e incluso he sobornado a su abogado para… Ahora era yo el que sonreía. Las miradas desencajadas de Ana y su madre trasmitían su convicción sobre el negro porvenir que el futuro les deparaba inexorablemente. Detuve la grabadora. Los tres permanecimos en silencio durante unos segundos eternos. Christina, casi tartamudeando, tomó la palabra. —Antes de que digas nada, necesito enseñarte algo que puede hacerte reconsiderar.

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Se acercó lentamente hasta el escritorio de don Patricio y abrió con delicadeza uno de sus cajones. Aunque apenas podía ver lo que estaba haciendo, sus movimientos parecían indicar que estaba extrayendo algo de una caja depositada en su interior. Finalmente levantó la vista, recuperado su semblante amenazador, y levantó su mano derecha con una pistola. —Mi marido siempre ha sido un paranoico y jamás ha podido vivir tranquilo sin tener a mano un juguete de éstos bien cargado. —No haga ninguna tontería, por favor. —Ahora sí que no tengo nada que perder. Mi futuro y el de mi hija dependen de esa grabadora. Dámela y nunca volverás a saber nada de nosotras. —Lo siento, no puedo. Pero quiero que sepa que el inspector Fuentes está con sus hombres a las puertas de esta casa, en una furgoneta camuflada de la policía. Puede comprobarlo. Es una Ford azul. Como oiga un solo disparo, o no sepa de mí en unos minutos, entrará por la fuerza. Christina se tomó unos segundos para pensar, sin dejar de encañonarme un solo instante. Descolgó el teléfono del escritorio y marcó un único botón.

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—Hola, Margarita. Necesito que compruebe si el policía que ha venido antes sigue frente a la puerta, dentro de una furgoneta azul. Colgó el teléfono y sacó del escritorio una pitillera dorada con su mano izquierda. Extrajo un largo cigarrillo y se lo puso en la boca, prendiéndolo con un gran encendedor de sobremesa. Dio varias caladas profundas, pausadas, mientras me apuntaba con gesto de impaciencia. De pronto, el timbre del teléfono retumbó en aquella sala invadida por un insoportable silencio. —Sí… Gracias, Margarita. Aquella mujer, que había sido como una madre para mí, agachó la mirada al comprobar que su vida, tal y como ella la concebía, había concluido para siempre. —Ana, cariño, parece que Íñigo decía la verdad. —¿Y ahora qué vamos a hacer? —Tranquila, jamás permitiré que vayas a la cárcel. —¿De veras? —Créeme.

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Súbitamente, Christina levantó su brazo hasta encañonar a su hija, descerrajando un disparo que atravesó su frente. —¡Ana! El cuerpo de aquella desdichada cayó desplomado sobre sí mismo, como se hunde un castillo de naipes cuando flaquea su base. La sangre que brotaba de su nuca comenzó a serpentear sobre el mármol. —¿Pero qué ha hecho, maldita loca? —Mi hija no irá a la cárcel. Mientras Christina bajaba la humeante pistola, me acerqué para abrazar con fuerza el cuerpo inerte de aquella pobre chica. Aún mantenía su gesto de incredulidad, al saberse a punto de ser ajusticiada por su propia madre. El llanto nublaba mi visión, pero ya todo me daba igual. Acababa de asistir a la ejecución de la joven que me había convertido en el hombre más feliz del mundo desde que apenas era un crío. Mientras tanto, su madre guardaba un escrupuloso silencio, que se vio repentinamente interrumpido por unos pasos que corrían hacia nosotros por la galería. Ambos supimos instantáneamente que se

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trataba de la policía, alertada por el disparo. Miré a la señora Einbeck con los ojos ahogados en lágrimas, descubriendo el rostro de un ser gélidamente abominable. Se giró hacia mí y colocó la pistola dentro de su boca. —¡No lo haga! Christina se detuvo y sonrió levemente. Por un momento creí que la había convencido. Me miró con dulzura y extrajo la pistola de sus labios. —Tienes razón. Cuando la manecilla de la puerta comenzó a girar, la madre de Ana colocó el arma sobre su corazón y disparó sin dudarlo. La sangre salía a borbotones de su pecho atravesado, tiñendo de rojo aquel delicado vestido de encaje blanco. Fuentes fue el primer policía en entrar, echándose las manos a la cabeza ante aquel espectáculo brutal. Uno de sus hombres se abalanzó sobre Christina, que apenas podía pronunciar una palabra con su boca encharcada. Finalmente, el cuerpo de aquel ángel caído dejó de convulsionarse, entregando su alma a lo desconocido. Deposité el cuerpo de Ana sobre el suelo con sumo cuidado, mientras los agentes solicitaban refuerzos y ambulancias por sus

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transmisores. Me acerqué al inspector, con el rostro congestionado por el dolor. Recogí la grabadora, extraviada durante el tiroteo, y se la entregué a aquel pertinaz investigador. —Aquí tiene su maldita confesión… Mi ropa permanecía aún en el vestuario de la piscina, donde me duché intentando quitarme de encima toda aquella sangre. Al salir coincidí con Fuentes en la galería, que había sido literalmente tomada por una legión de agentes uniformados. Creo que me comentó algo sobre mi futura declaración en comisaría, aunque me vi incapaz de responder nada coherente. Antes de cruzar la puerta principal encontré a la pobre Margarita, sentada en una butaca del recibidor, custodiada por los dos gigantones

que

solían

acompañar

al

inspector.

Lloraba

desconsoladamente, con las manos cubriendo su rostro cabizbajo. Intenté acariciar su hombro, aunque ella no tuvo fuerzas para levantar la mirada. Por fin pude alcanzar el porche de la mansión. Bajando la escalera principal, los rayos de un sol cegador me obligaron a entrecerrar los ojos. A pesar del buen día, percibí el impacto de un frío intenso en la parte superior de mi cabeza, aún empapada de agua. Comencé a

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recorrer el paseo de Colón en dirección a ninguna parte, como un perro perdido en una ciudad desconocida. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas, desconcertada tras un día repleto de acontecimientos sobrecogedores. Aun así, ni siquiera una lágrima recorrió mis mejillas durante aquel desnortado paseo. La turbación había conseguido ahogar el dolor. Me repetía interiormente las últimas palabras de Christina, buscando una explicación que iluminase mi mente desenfocada. En un vano intento por comprender su recién descubierta personalidad, supuse que probablemente fue su enfermiza vanidad la que impidió que se disparara en la boca, desfigurando ese siempre cuidado aspecto con el que esperaba ser recordada incluso en su funeral. Aun así, lo que resultaba verdaderamente demoledor en su inmolación era la constatación de las verdaderas prioridades de un ser radicalmente egocéntrico. Si realmente le hubiera preocupado el futuro de Ana, podría haber optado por matarme a mí, destrozando a continuación la grabación, y así poder autoinculparse de todo para exonerar a su hija de cualquier culpa. Pero no: pesó más su obsesión por evitar la vergüenza de verse a sí misma o a su hija en la cárcel, algo que probablemente consideraría indigno para unas damas de su alcurnia. Definitivamente, se trataba de una psicópata sin remedio.

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De pronto, tras una larga caminata, me sorprendí observando los manjares del siempre reluciente escaparate del Negresco. A través del ventanal pude observar la delgada silueta de María, manejando con soltura la inmensa máquina de los cafés. Entré en el local y me dirigí al mostrador. Aquella dulce camarera trabajaba con ahínco, sin apenas levantar la mirada de la barra. Mientras ella permanecía absorta, ordenando con unas pinzas una bandeja de pastas saladas, me acerqué a ella y carraspeé para hacerme notar. —Hombre, Íñigo. ¿Cómo te va? —He tenido días mejores… —Estás demacrado. ¿Qué te ha ocurrido? —Ya te contaré. ¿A qué hora terminas? —Ahora mismo, a las tres. —Te espero fuera. Salí a la acera, donde tuve que taparme los oídos por la llegada de un coche policial y dos ambulancias, con sus sirenas a todo volumen, adentrándose en el garaje de la comisaría. Sin duda, se trataba de Fuentes y sus hombres trasladando los cuerpos de Ana y Christina para practicarles la autopsia. ¿Qué pensarían encontrar? Vaya

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manera de perder el tiempo… Agradecí no tener que asistir al momento en que el señor Ortiz conociera el fatal destino de su mujer y su única hija. Pobre hombre… Una etapa de mi vida se había cerrado para siempre, dejando mi corazón dudosamente capacitado para confiar nuevamente en el género humano. Resultaba ingenuamente osado esperar nada de nadie a partir de aquel momento, atendiendo a mi habilidad contrastada para poner mi alma en manos de quien no lo merecía. Efectivamente, la noche en que mi hermano resultó herido consiguió iluminar de una forma brutal un entorno que yo siempre había idolatrado: Simón, Ana, don Patricio, Charlie, Christina, Fuentes, Ybarra… Cada uno de ellos había arrancado un pétalo de aquel lirio que, según la tía Ángela, yo aferraba desde mi infancia como metáfora de mi ingenuidad. Quizás el paso del tiempo, y la compañía de una buena persona a mi lado, lograrían arrancarme la gruesa costra de desconfianza que ahora recubría mi espíritu. Puede que María personificara, aunque fuera imperfectamente, esa bondad natural que tanto tiempo había buscado infructuosamente. Desde luego, no quería terminar convertido en esa clase de individuos miserables que se jactan de recelar de todos cuantos les rodean, estúpidamente convencidos de

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que aquellos que intentan dar otra oportunidad a los demás lo hacen por pura debilidad sentimental. Siempre había recelado de los resabiados que, apelando a los golpes de la vida, no dejan de pontificar sobre la necesidad de cuestionar, con carácter general, el posible desinterés de nuestros semejantes. Una vida así no merecía ser vivida. En mi caso, al menos, no. De pronto, noté a mis espaldas la suave presión de una pequeña mano acariciándome el hombro. Era María, que me miraba en silencio, con gesto de preocupación. El destello de su cabello rubio, atravesado por el sol de una atípica tarde de invierno, calmó por un instante la profunda herida que aquel maldito día había infringido para siempre en mi historia personal. —¿Qué te ha pasado? Aunque no tenía ganas de hablar, mi expresión traslucía lo suficiente. Intenté quebrar la tensión con una mueca que restara gravedad al encuentro, aunque mi sonrisa no pudo llegar más arriba de la nariz. —Alguien te ha hecho daño, ¿verdad? —Han sido muchas personas... demasiadas. Pero no tienes que preocuparte. Apenas sabes quiénes son.

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—Puede que no las conozca, pero te conozco a ti. Aquellas palabras atravesaron mi corazón lastimado. No estaba preparado para una sincera muestra de cariño, por muy sencilla que fuera, aunque en ese momento la necesitara más que nunca. Tenía la guardia baja y mis ojos comenzaron a humedecerse. María percibió mi conmoción y tuvo el detalle de ahorrarme el bochorno cambiando de tema. —¿Has comido ya? —No… no. Conozco un restaurante japonés cerca de aquí. ¿Te gusta la comida oriental? —Pues la verdad es que no. —¿Sabes qué? Yo también la odio. —¿Y por qué me lo has propuesto? —Olvídalo… Le ofrecí mi brazo con indecisión y ella se aferró a él sin dudarlo. Comenzamos a pasear sin rumbo fijo, dejando que el destino nos llevara a donde quisiera. Cualquier alternativa sería siempre mejor. Después de todo, una nueva vida exige casi siempre un primer paso en el aire.

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